1.15.2012

Complejidad, oscuridad, laberintos.

Conocí la Sala de la Mente del Parque Explora. En general, me gusta mucho este lugar y cada vez que voy siento una suerte de gusto por saber que Medellín tiene un escenario de este tipo. La última vez, esa sensación fue mayor: escuché acentos de todas las regiones colombianas, y no exagero. Diversos tipos de costeños, bogotanos, santandereanos, pastusos, algunos que se me hacían desconocidos, que no lograba identificar. Y me gustó reconfirmar que en Medellín, en los últimos años, han pasado cosas interesantes, se han construido escenarios que poco a poco nos van ayudando a salir del ostracismo paisa al que hemos estado acostumbrados.

El motivo principal de esta visita era conocer la nueva sala, andaba con muchas expectativas y no salí defraudada. Una bonita experiencia para conocer y tratar de entender aquello que nunca podré entender: cómo diablos funciona el cerebro humano. Así que narraré un poco lo que encontré, haciendo acopio de una serie de datos curiosos que fui leyendo o que me fueron contando, todo para concluir que la mente humana, que nuestro cerebro, es un aparato maravilloso, perfecto y misterioso.

Lo primero que me encontré fue una enorme mesa iluminada que explicaba de qué manera viajan los impulsos eléctricos de una neurona a otra, o al menos eso creí entender. Entonces uno presionaba con su dedo alguno de los puntos de luz y la corriente comenzaba a expandirse; así, era posible ver algo similar a una constelación, a un manto de estrellas en movimiento. ¿Será así de hermoso el proceso de neurotransmisión cada vez que alguien me roza sin querer?  Después de jugar por un rato en la mesa iluminada y de viajar a través del sistema nervioso, observando una pantalla cóncava, me detuve en una pecera. El pulpo, un animal con un complejo sistema nervioso, dicen que son los invertebrados más inteligentes y cada uno de sus brazos tiene un pequeño cerebro que se conecta con el cerebro principal. ¡Los pulpos tienen nueve cerebros! Este pulpo tenía un color blanquecino, muy bien camuflado con la piedra sobre la que reposaba; color que se desvaneció rápidamente, cuando un niño se acercó a la pecera y tocó el vidrio. En un par de minutos, el pulpo cambió tres veces el color de su piel: de blanco a café, de café a violeta, de violeta volvió al blanco original, aunque un poco oscurecido. Un espectáculo muy bello.


Me llamó la atención la cantidad de experiencias apoyadas en el sonido: discursos del Che Guevara, Luis Carlos Galán, Salvador Allende y Nelson Mandela, como ejemplos de la emotividad en la voz y las sensaciones que ésta puede producir en quien escucha; combinaciones de voces y de rostros: ¿Cuál voz le queda mejor a cuál cara? Y cuántas veces nos engañamos por una voz y cuántas otras escuchamos y pensamos que no parece que hablara quien está hablando. Un paisaje sonoro de una peluquería con los planos muy bien cuidados, de manera que es posible ubicar la escena y sentir cómo se acerca la tijera para hacer el corte de cabello. La escena de una película ambientada con diferentes músicas que genera en el espectador sensaciones diferentes: la misma escena, según el fondo musical, podía resultar romántica, terrorífica o de acción. 

Y, también con el sonido como materia prima, una cabina dedicada al miedo, en la que, con audífonos puestos, es posible percibir sonidos que alimentan una sensación quizás paranoica: voces que se alejan y se acercan, un entierro, rezos, llantos, gemidos. Y de pronto, una voz al oído, alguien te habla en secreto, te asusta. Claro, si uno está decidido a experimentar el miedo, a dejarse tocar el sistema nervioso simpático y a permitir que el cerebro envíe mensajes que nos agiten el corazón, que nos pongan a sudar, que nos inviten -obliguen- a reaccionar. Esta experiencia fue bastante significativa en mi visita; por un lado, el cuidadoso trabajo sonoro que hay detrás de ella; por otro, que se nos permita encontrarnos de frente con eso tan común, tan humano, pero al tiempo tan vergonzoso, como si el miedo no se tratara de una reacción fisiológica, de una sensación natural. Al miedo, ese tema que da vueltas por mi cabeza y por mi trabajo académico, también me lo encontré una mañana de vacaciones, en la Sala de la Mente del Parque Explora.

Este recinto es oscuro, tan oscuro, creo yo, como la mente y lo que sucede en ella, como las formas en las que el cerebro controla cada una de las funciones del cuerpo. Escuchar, hablar, soñar, caminar, reír, llorar, comunicar. Esas nostalgias, esas alegrías, esos recuerdos. Todo concentrado ahí, en esa pequeña masa desagradable a la vista, en esa porción del cuerpo de complejidad infinita. En una de esas paredes oscuras encontré un dato que mi memoria ya había eliminado, pero que había recibido en clase de biología en el colegio: el cerebro destina 120 millones de neuronas, llamadas bastones, para distinguir los tonos grises del universo; para los colores, son sólo 6 millones, y llevan el nombre de conos. ¿Hay mayor actividad cerebral cuando vemos una película en blanco y negro? ¿Pensamos más cuando nos detenemos a observar una fotografía en escala de grises? 

Me tomó unas tres horas recorrer la Sala de la Mente completa, escuchar a los exploradores, acercarme a las experiencias, sentir el Síndrome del Miembro Fantasma, caminar por una sala con el suelo y los muros inclinados mientras que afuera se observaba un escenario completamente normal; corroborar que mi mano derecha es más rápida que la izquierda, pero no por una gran diferencia y preguntarme, cada vez que escuchaba alguno de esos acentos, cómo el cerebro, sumado a las condiciones culturales, al entorno, logran determinar esas formas particulares de hablar.








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