9.10.2009

Agitados pasos salseros que viajan de bar en bar

A las 11:30 p.m. los bailadores se paralizan para dar paso al bailarín protagonista. Por la estrecha puerta del Eslabón Prendido y ese corredor que no mide más de 70 centímetros de ancho, entra ese hombre delgado y alto que cada sábado azota la baldosa con su ya monótona melodía. Lleva una camisa de seda fría y tonos marrones, un pantalón negro, zapatillas negras sobre grandes pies cubiertos antes por medias blancas.

Camina como llevando el ritmo en sus zapatos, en sus manos, en su cara alargada. Llega hasta el fondo del bar y espera unos minutos en la barra. Comienza su melodía y él se devuelve unos metros y se ubica en el centro de la pista. A su alrededor, desde 16 mesas distribuidas a izquierda y derecha, unas 80 personas observan. Más, si se cuentan las de la barra, los transeúntes, los que no encontraron mesa pero sí un rinconcito para perderse en medio de la rumba.

Entre el timbal y la campana, las congas y las flautas, el bailarín se mueve a lo largo de la pista, va y viene, entrecruza sus piernas, mueve sus grandes pies con una velocidad que para la vista resulta inasible. A veces se detiene en un solo punto y hace que la atención se dirija a sus pies. Izquierdo sobre derecho, el derecho adelante, vuelve, un dos tres, parece que contara en su mente mientras chasquea los dedos. Su cara alargada, de nariz prominente y color trigueño se humedece por el sudor que la hace brillar.

Termina la canción y él para y respira. Viene lo difícil: -¿Me desea colaborar?- De mesa en mesa, persona a persona, el bailarín recoge su pago por el espectáculo. Suenan monedas; se escuchan decepcionantes “ahora no, otro día”; salen billetes de baja denominación.

El bailarín terminó su labor en el Eslabón, centro de Medellín. Los bailadores vuelven a sus lugares, toman a sus parejas, la fiesta sigue encendida. El bailarín recoge su mochila y sale en busca del siguiente bar, con la misma ropa y el sudor ya impregnado coge camino hacia el otro lado de la ciudad.