3.06.2016

"La paz esté con vosotros"

La reconciliación de David y Absolón.
Rembrandt. 1642
La religión en la que me criaron, a la que pertenece una gran parte de mi familia y de las personas que conozco, promulga, cada semana, en ese ritual denominado eucaristía o misa dominical, "la paz esté con vosotros y con vuestro espíritu" y, en un acto simbólico, la gente que asiste a la parroquia, capilla o iglesia, se da un apretón de manos o un abrazo como señal de paz, de reconciliación.

Estas dos palabras habían sido hasta hace unos años, para mí, valores meramente subjetivos, humanos, infundidos, en mi caso, por la religión y por la educación escolar, que tenía asignaturas como ética y valores o religión. La paz era perdonar, reconciliarse con el otro, no maltratarlo. Una cosa en la que insistía mi mamá era que no tenía sentido ir a la iglesia, comulgar y salir a "hablar mal del prójimo".

Hoy, las palabras paz y reconciliación han tomado otro tinte en el diálogo cotidiano. Se volvieron conceptos políticos y van más allá de una paloma, un apretón de manos o la condición íntima del ser o el espíritu. Hoy la paz se negocia, tiene condiciones, depende de voluntades. Y de una de las voluntades de las que depende es la de los votantes. Sin embargo, hay quienes, aún criados en esta misma religión, la que promulga el amor, la paz, la reconciliación, el "poner la otra mejilla", no están dispuestos a abrirle el camino a esa paz; en algunos casos, no quieren siquiera ponerse en la tarea de comprender qué sucede en estos diálogos. Es suficiente para ellos con saberse parte de un bando y que existe otro en contra al cual es necesario derrotar.

"No con conversaciones sino pagando con su muerte el infame podrá resarcir la muerte del mártir", pronuncia Anna Pávlovna en las primeras páginas de Guerra y Paz. Esta frase, traída desde el siglo XIX puede ser traducida en expresiones que escuchamos diariamente y que no le dan lugar a la vía de la negociación para terminar el conflicto. Somos sangrientos, preferimos derrotar al enemigo hasta la humillación, sin importar lo que nos llevemos por delante: civiles muertos, territorios arrasados, devastación económica, huérfanos, viudas, viudos, escuelas convertidas en fortines militares, niños y niñas robados de sus hogares u obligados pero, en todo caso, reclutados a la fuerza. Tantas pérdidas.

De quienes están en contra del proceso de paz no me sorprende tanto la capacidad de repetir discursos que parece que no se agotan: "le están entregando el país a las Farc", "se están gastando nuestro impuestos de paseo en La Habana", "el congreso se va a llenar de guerrilleros". Me ha sorprendido más el deseo de guerra. "Yo sí quiero la paz, pero no esa", es otra expresión corriente. ¿Pero cuál es su propuesta de paz entonces, cómo lograrlo en el corto plazo?. No, no hay respuesta. La única vía es la confrontación armada, la guerra, la muerte del enemigo y, de paso, de unos cuantos amigos.

Me pregunto constantemente qué es lo que opera en estos seres; qué pasa por sus cabezas o qué se mueve en sus corazones. Recuerdo con vergüenza la muerte de Raúl Reyes en 2008. Creo que la forma en la que fue acribillado es, en definitiva, consecuencia del juego que estaba jugando: la guerra. Sin embargo, los carros pitando en tono de celebración, como si de un triunfo de la Selección Colombia se tratara; personas bebiendo con el orgullo que les produjo dicha operación militar, la celebración de la muerte, ese recuerdo es una muestra del desquicio al que nos ha llevado la guerra.

Un deseo de venganza enquistado, una necesidad de pertenecer al bando de los "buenos", de los "vencedores", una imposibilidad para contemplar la posibilidad de una sociedad reconciliada. Y claro que aquí juega de local la desconfianza, esos son los seres que ha construido la guerra. Uno de los miedos está puesto en que la guerrilla retome sus formas de lucha, que vuelvan las épocas del terror tras la firma y refrendación de un acuerdo. Y es normal la inquietud: si hay firma y luego una voladura de torres, ¿cuál fue la paz que firmamos? Pero ahí está el reto como sociedad: recuperar la confianza. Seguro tendremos que encontrar formas y mecanismos para hacer justicia con quienes aun tras el acuerdo insistan en perpetrar el conflicto; de hecho, los acuerdos contemplan penas que seguro no se acompasan con el daño que han hecho, pero que, como de una negociación se trata, habrá que ceder. 

Sin embargo, yo sigo creyendo que vale la pena darnos una oportunidad como país. Yo, también tengo miedo. Ese mismo: que los acuerdos se queden en un papel firmado y sean las Farc las que le incumplan al país. También tengo miedo de que comiencen a desaparecer líderes de izquierda, o a aparecer asesinados, que los guerrilleros que se acojan a las condiciones del proceso sean víctimas del odio de los "buenos" y también resulten muertos en una nueva guerra. Y que la paz sea un negocio para los poderosos, sea la vía de entrada para multinacionales que, de manera perversa, también han contribuido a la perpetuación de esta guerra, que la paz sea la ruta para seguir vendiendo y empeñando el país. Sí, el proceso y sus resultados también me generan miedo.

Y a pesar del miedo, sigo creyendo que la mejor forma de hacer justicia con un país desquiciado por tantos años de guerra es apostarle a una transformación política profunda y sesenta años nos han demostrado que las armas no cambian nada. Es hora de reconocer que el conflicto armado nos ha enloquecido, nos ha vuelto violentos en el discurso, nos ha impedido reconocer al que piensa distinto, nos ha llevado a legitimar el dolor ajeno como un mal necesario para vencer. Me encanta que la paz se nos haya vuelto tema de conversación: en la familia, en los grupos de amigos, grupos de estudio, medios de comunicación, foros, plenarias, seminarios. Prefiero la paz en la agenda pública y cotidiana, porque soy partidaria de que, en definitiva, creer en este proceso nos otorga el derecho a soñar con otro país. Y eso ya es una ganancia, un avance. 

Hay un riesgo, otro asunto que da miedo, y es cómo comenzarán a aflorar las otras guerras, las que no ocupan de manera tan determinada los medios de comunicación. Y como sociedad belicosa que somos, seguramente nos tendremos que inventar otro enemigo, armarlo a la medida de nuestras necesidades. Ese será otro capítulo de la historia. Por lo pronto, como los Montesco y los Capuleto de la pintura de Leighton, será mejor reconciliarnos sobre los muertos que ya tenemos y no esperar a producir más muertos para desear que la paz esté con nosotros.

La reconciliación de los Montesco y los Capuleto sobre los
cuerpos muertos de Romeo y Julieta. Frederick Leighton. 1855.