2.18.2009

Siguarajazz

La primera vez que escuché Siguarajazz fue en Latina St., la emisora de salsa “para salseros”, que suena desde Envigado. Se promocionaba en una sección llamada Salsa del mundo, en la que pueden escucharse ritmos nuevos de la salsa, el latin jazz, el son y otros sonidos afroantillanos. Esto para los que creen que los salseros han quedado anclados en los acetatos de colección y que con este género musical ya nada sucede.

Fue en esa sección que conocí, hace ya algunos años, a La 33. Tremenda banda bogotana. Pero me emocionó en ese momento, saber que en Medellín sonaba salsa con esas características. Entonces empecé a seguirlos, a buscarlos, y así llegué a Manrique Oriental, a uno de los ensayos de Siguarajazz.

En la casa de Barrio Comparsa, una entidad cultural que es otra historia de ciudad, se reunían los dos hijos de Luis Fernando García, el fundador, quienes, a su vez, fundaron Siguarajazz, que en ese momento tenía un trabajo: 063, el número de la ruta de buses de Manrique, el barrio de donde provienen, el barrio al que le cantan.

Manrique es conocido por su tradición tanguera: la avenida Carlos Gardel, la Casa Gardeliana, ese ritmo porteño que llegó a Medellín, se instaló en Manrique y se extendió por toda la ciudad. Pero más que el tango, Manrique vive la música, y Siguarajazz es uno de los ejemplos de que trepando esas callecitas empinadas se cocinan valiosos esfuerzos que dan sonoros resultados.

Ya hay un nuevo trabajo discográfico, producido por Nativo Records. Se llama Manrique Mambo, como para no perder la costumbre, y se deja escuchar, se deja bailar, se deja gozar. Son diez temas en los que se escuchan piano, trombón, corno, congas, baterías y timbales, saxo, flauta y violín, campana, güiro y bongó y la voz de Juancito “Trucupey”, el hijo de Luis Fernando “El Gordo”, el que empezó todo esto, porque fue él quien llevó a su casa tambores, ritmo y música y sus hijos, los de Siguarajazz, sí que han seguido el ejemplo.

En un ensayo de Siguarajazz





2.15.2009

Viejos tiempos de biblioteca

Desde que en la biblioteca de la Universidad de Antioquia se prestan los libros con huella digital, sólo he pasado por allí una vez. Hace más de dos años no voy a las bibliotecas públicas de la ciudad y a los Parques Biblioteca de Medellín sólo he ido a trabajar.

Cuando era estudiante, la biblioteca era la mejor opción para conseguir los libros que deseaba leer, esos que llegaban por recomendación de un profesor, de un compañero, por referencias en otros libros o en el cine. Internet era para otra cosa, consultas rápidas en google o búsqueda en el sistema de los libros y las películas que prestaría en la biblioteca. Durante los años universitarios, fui nueva residente en diferentes municipios y lo primero que hice en cada uno de ellos fue buscar la biblioteca, era un lugar indispensable.

En la biblioteca, la búsqueda de un libro implicaba siempre la sorpresa que otro podría traer. En el camino que los ojos recorrían para encontrar el libro cuyo código se había anotado en uno de los papelitos que se encontraban –a veces escasos- cerca de los equipos de búsqueda, era muy probable que las manos se detuvieran en otro ejemplar, uno no buscado pero felizmente encontrado. Ese era uno de los encantos de pasar por la biblioteca.

Y luego, como el tiempo lo permitía, pasaba la tarde entera recorriendo las páginas, con el afán y la ansiedad que imponía la fecha de entrega, sellada en la tarjeta de la parte interior de la carátula. Fue así que la cabeza de muchos se llenó de palabras viejas y famosas, de conocimientos útiles, de frases inútiles pero felizmente apropiadas.

Hoy, no sé si por falta de tiempo y un viraje en las costumbres juveniles, la biblioteca ha dejado de ser cotidiana, ha dejado, incluso, de ser indispensable. Llegaron los tiempos en los que el libro deseado puede comprarse sin reparo, en una suerte de ambición o necesidad de sistematización de lo leído.

Llegó el tiempo también del pdf, de los libros digitales, descargas rápidas de clásicos literarios, filosóficos o periodísticos. Sin embargo, como en una adicción peligrosa, esta nueva forma no reemplaza el anterior vicio: el de comprar libros; resulta más emocionante romper el papel plástico que lo recubre, tantear el grosor de las hojas nuevas y respirar ese libro de cerca que el insípido doble clic que de manera inmediata pone todas las páginas bajo un eterno scroll que parece que no avanza.

Ya no basta sólo con leerlo, hay que apoderarlo físicamente, pagar por tenerlo. El libro se nos convirtió en fetiche, que por fortuna se paga con billetes. Nos llena de orgullo mirar la biblioteca personal y ver cómo se nutre cada día, cómo los anaqueles dejan de ser suficientes, cómo cada uno de los libros que ahí hay nos pertenecen, como si no nos pertenecieran ya cuando los leemos, así los devolvamos a la biblioteca como su lugar de origen.

Hoy envidio a los viejitos que van a la Biblioteca Piloto, que cada 15 días se llevan el cupo completo, que salen con una pila de libros en sus manos, los devoran en dos semanas y cumplidamente los devuelven a la biblioteca en la fecha sellada con la satisfacción del leer cumplido.

Lo más cercano a la tradicional biblioteca son las librerías tipo anticuaria, donde los libros huelen a libros leídos, donde el polvo cubre con delgadas capas los lomos de algunos que llevan tiempo sin ser cortejados, donde cabe la sorpresa de ir por uno identificado y agarrar otro en el camino. La sensación me recuerda los años de biblioteca y al final, desencadena el fetichismo. Veinte mil pesos y me hago dueña de un libro.

Fotografía: Chaotica Concept