7.09.2012

¿Qué tanto ha cambiado Prado Centro?

'Prado a la sombra' fue el título de este texto, que publiqué en el periódico La Hoja en noviembre de 2007.  Han pasado cinco años y la sensación de quietud, soledad e inseguridad es casi la misma de hace cinco o diez años; algunos nuevos edificios y algunas salas de teatro o casas dedicadas al arte han llegado para introducir cambios en esa rutina y en ese letargo en el que se ha sumido el patrimonial Prado. Pero allí siguen sus viejos habitantes, aún con miedo de que sus propiedades y sus historias desaparezcan entre el moho y el olvido.
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La Casa del Alcalde. Palacé. Octubre de 2007

fue eje de esta Medellín y que por años ha vivido a la sombra.
En contraste con ese barrio de prósperas y tradicionales familias que una vez inició Ricardo Olano, hoy las casas de Prado están pobladas por pequeños grupos de personas, a veces sólo parejas de abuelos que de vez en cuando reciben las visitas de sus familiares.

Debe ser esa la razón por la que al recorrer este barrio uno no encuentra muchos caminantes a su paso, pocas tiendas de esas que convocan a los vecinos alrededor del precio del huevo, ningún niño en bicicleta, pocos jóvenes en las aceras y una que otra mujer que aprovecha la limpieza de su acera para socializar con la de en frente. No hay un lugar para un café, una cerveza o un vino, no hay parques. Prado no es un barrio que convoque a la tertulia y al encuentro.

“A Prado no lo tumbaron de milagro”, dice Juan de Dios Ceballos, desde su casa, que queda en una esquina; una casona que parece que el tiempo sí ha comenzado a tumbar. El interior es frío, la humedad se come poco a poco las paredes y los techos, y se eleva ese olor penetrante que a veces se parece al olor del abandono. Y esa sensación se extiende, otra vez, y a cualquier hora, por las calles y carreras que atraviesan a Prado.

En esa aparente calma, en ese sopor que envuelve su cotidianidad, este barrio ha sido víctima de múltiples cambios: Algunos de sus habitantes sienten que aún hacen parte del Centro de la ciudad, aunque la Oriental sea la cicatriz que quedó después de que intentaron romperle la cara; para otros, inevitablemente, esta avenida los alejó del centro y los echó al olvido.

Y a esa división que representó la Avenida Jorge Eliécer Gaitán, se suma la llegada del Metro, más reciente en la historia, y que terminó de encerrar a Prado entre dos ejes de desarrollo para la ciudad, apartándolo mucho más del comercio, de la vida nocturna y del centro en su totalidad.

Parece entonces que el desarrollo no hubiese llegado a Prado, pues sus viviendas quedaron anquilosadas en el siglo antepasado, prevalecen las grandes construcciones de diversos estilos arquitectónicos, pesadas a la vista y al bolsillo de sus habitantes. Poco queda de aquellas familias aristocráticas que se unían alrededor de una mesa de comedor en las suntuosas casas de diez, once o doce habitaciones, patios interiores, salones y solares.

Hoy se encuentran pocos edificios, ninguno de gran altura, el más alto se llama Prado Real, y queda en Moore con Palacé, tiene siete pisos y 54 apartamentos, ese es el lote con mayor densidad de habitantes. Justo en frente de su portería está la casa de Omar y Gladis, que viven con sus dos hijas y se reparten –ellos y sus pertenencias– entre los once cuartos que antes ocuparon hermanos, hermanas y padres de Omar*. De esa misma manera, las casas de Prado están habitadas por muy pocas personas, muchas ya viejas, adultos mayores que poco salen a la calle, que pocas necesidades de consumo tienen y que poco dinero guardan. “Aquí somos poquitos, viejos y pobres”, dice uno de los que así se considera, Gonzalo Isaza.

Muchas de las casas de Prado, incluso las habitadas, huelen a viejo, a muebles guardados, a la humedad que dejaron las goteras que han logrado curarse en sus techos. De puertas para dentro no hay patrimonio y, al parecer, son los habitantes de estos caserones quienes pagan el precio de habitarlo. Porque la belleza de sus viviendas y la intención de conservación y preservación les impiden quitar o poner un ladrillo, convirtiéndolas en un encarte, pues al haber superado su vida útil –techos, paredes, acueductos, alcantarillados y redes eléctricas aporreados por el tiempo han salido del mercado inmobiliario. Ya a nadie le interesa comprar en Prado.

La periferia de Prado, la que marcan la Oriental, Bolívar y Barranquilla, está habitada por grupos sociales que poco o nada tienen que ver con sus actuales habitantes. Por eso hay miedo y reacciones ante la posibilidad de una nueva cara para Prado: “Sabemos los vecinos que tenemos –dice Omar Cardona, padre de familia, tradicional habitante no queremos que Prado se convierta en un corredor para travestis, indigentes y expendedores de drogas”. Por eso, en mayo de este año, el Concejo de Medellín, por la presión de Aproprado, la asociación de propietarios, se vio obligado a desistir de la construcción de un bulevar peatonal, que atravesaría Palacé, la misma calle que habitan el Alcalde y el Arzobispo de Medellín. Una muestra pues de lo que los habitantes del barrio esperan de su entorno.

El otro lado de la moneda lo viven las instituciones religiosas, culturales y académicas, que poco a poco adquieren grandes y bellas propiedades, cambiando así el uso residencial que predominaba en el barrio. La Universidad de Antioquia, la Clínica del Prado, el CES, la casa del Teatro Águila Descalza, la Corporación Ghandi, un par de centros Claretianos, la Academia Rembrandt y varios hogares geriátricos, son algunos de los nombres que uno se encuentra y que han sabido aprovechar estos inmuebles, grandes, iluminados, cómodos, lujosos, centrales, con todas las características que sirven a oficinas y demás. Estos son los buenos vecinos, así como el Alcalde, que restauró y rehabitó un bien de interés cultural para volver a dar al barrio la cara que históricamente ha tenido.

Que este barrio se haya salvado de una demolición colectiva se debe, en gran medida, a que muchos de los que han dejado sus viviendas no han tenido la inminente necesidad de vender, y a esto responde también que haya casas en el total abandono, con sus fachadas patrimoniales ajadas y consumidas por el moho, a la espera de que el Municipio se atreva a romper sus candados para darles estatus, para hacerlas dignas representantes de un barrio de conservación arquitectónica y urbanística.

Entre construcciones, migraciones y nuevos vecinos, Prado vive desde sus inicios una transformación constante, que va mucho más allá de un par de aceras, botes de basura y nuevos árboles. Prado, dentro de su quietud y el temor de entregarse a manos que lo aniquilen, espera volver a ser ese barrio orgullo de la ciudad, espera que sus fachadas, tan patrimoniales que son, y que sus habitantes, que son también patrimonio, vuelvan a ser orgullo real para Medellín y salgan de la sombra.


* La casa de Omar y Gladis es hoy un hogar geriátrico.

7.07.2012

De los falsos abdómenes rayados y otras miserias del mercado


Nota introductoria: ¿Qué puedo decir? También caí. Pero esto no es una respuesta a Azcárate, y aunque su opinión no debería trasnocharnos, le agradezco que logró reactivar la escritura para mi blog.

Lo de Alejandra Azcárate no es tan grave y es muy grave. Su texto burlón, creo, no merece la atención que le prestamos. Sobre todo porque, por ejemplo, aquellas mujeres con unos kilos de más que respondieron con tweets inteligentes, posts sensatos y bien orgullosas de esa característica física, son precisamente esas que no se dejan amedrentar. Ni de Azcárate, ni de nadie. ¿Pero qué pasa con las otras? ¿Qué sienten todos los días otras mujeres que se convierten en foco de burla de sus compañeros de colegio – de guardería, incluso-, que son blanco de críticas de sus madres y tías, que se encuentran con almacenes en los que las tallas cada vez son más pequeñas y que sienten las miradas prejuiciosas en un restaurante, cuando piden una adición de tocineta o cuando agrandan las papas y la malteada? Lastimosamente, desde mi perspectiva, lo de Azcárate es lo menos grave.

Como muchas mujeres fui anoréxica, fui flaca, fui delgada, estuve “repuestica” y ahora mi figura dista mucho de la de la flaca de la universidad. Todas mis tallas han aumentado con los años, y con las tallas y los años, los chistes y comentarios de familiares: A los 14 no me ponía la ropa sino que me la colgaba; a los 16, o me habían sacado las cordales o me estaba comiendo toda la sopita porque se me notaba en los cachetes; a los 29 no dejo de escuchar de algunos tíos que “jamás nos hubiéramos imaginado que usted se fuera a engordar”. Y así. Entonces, como a muchas de las mujeres de esta ciudad, me dio por adelgazar. Carboxiterapia, vacumterapia, presoterapia, comenzaron a ser términos dolorosamente familiares para mí.

Pero mi primer acercamiento a una clínica estética me dejó un sinsabor que quiero compartir, porque a mujeres y actitudes como esas sí hay que prestarles atención. “Ese gordo tuyo, ¡FO!”, expresó la profesional de la salud, así pretendía venderme el tratamiento ambulatorio que en cuestión de tres horas me podría dejar con un abdomen perfecto “te puedo rayar para que parezca que has hecho ejercicio”, “vas a hacer la envidia de tus amigas”.

Pero no, no me interesaba tener el abdomen de la deportista que no soy ni quiero que mis amigas me tengan envidia. Si no me quiero gastar dos horas de mi día haciendo ejercicio, asumo con entereza que mi barriga no luzca como si lo hiciera. Y de mis amigas, prefiero admiración, respeto y lealtad que envidia. Tengo pocas amigas y ninguna de ellas es perfecta, bellamente imperfectas todas ellas.

Renuncié a adelgazar, decidí que unos masajes serían suficientes, que las hamburguesas son deliciosas como para dejar de comerlas (y eso mismo me dice la masajista), que hay ropa para todos los cuerpos y que la belleza no está solo por dentro; que, de verdad, no vale la pena buscar tanto la eliminación de unos kilos. Sin embargo, ahora con la sonada columna (justo acabo de leer la -esa sí- columna de Ricardo Silva en la que expone otros argumentos relacionados con el lamentable sentido del humor) recordé a la médica y sus ofensivas palabras, que intentó decir con muy buen humor, por supuesto. Recordé a las mamás diciendo “guarde la barriga”, recordé cuando a mi hermana le dijeron que “a los gordos solo los quiere la mamá”. Y así por el estilo.

Que una mujer hecha entre gimnasios y quirófanos se goce a las gordas no es problema. Problema es que ese patrón se repita cada día, en tantos espacios, pues entre la posible baja autoestima de una mujer cuya apariencia física no encaja en lo que muestra la televisión (porque la gorda que consigue novio es la gran hazaña en una telenovela) y las palabras de una médica cuyo nombre olvidé, son varios millones de pesos los que se transan y varias lágrimas las que se derraman. Eso es lo que realmente me preocupa.