8.14.2014

Pues, sí. Voy a opinar sobre el metro.

Foto tomada del Flickr de Mejía
Yo nunca he salido del país y, por fortuna, mi tránsito por el MIO o el transmilenio no ha constituido nada distinto a una experiencia urbana del común: congestión, apretujamiento, calor, olores. Todo normal.

He estado leyendo y releyendo y pensando y repensando el asunto de metro en los últimos días. Estaba recordando una polémica de otro momento, cuando los usuarios respondieron agresivamente frente a un hombre que, si mal no recuerdo, tocó a una chica; o cuando supimos que, a toda costa, el metro evita la atención mediática cuando se presenta un suicidio. Han sido varios momentos los que han desatado discusiones y polémicas en torno a las normas del metro, a su frialdad como medio de transporte urbano, a lo absurdo de su accionar conductista, al interés desmedido por conservar una imagen de pulcritud y limpieza, a la negativa de tener redes sociales para comunicarse directamente con sus públicos. En fin, el metro ha sido cuestionado desde antes de que existiera y lo cierto es que se volvió imprescindible para gran parte de la población de Medellín y el Valle de Aburrá, razón por la cual, tienen el poder.

Para ser honesta, no me ubico en ninguno de los polos que han surgido a raíz del episodio del violinista. En ese universo de contradicciones que soy en casi todos los aspectos de mi vida, mis pensamientos por estos días han estado a favor y en contra de la norma, a favor y en contra de la asepsia del metro, a favor y en contra del violinista, a favor y en contra de la posibilidad de legitimar a algunos artistas en el metro, a favor y en contra de la protesta pacífica.

Comienzo mi reflexión con el hecho de no haber viajado, porque ese se ha convertido en caballito de batalla para los argumentos a favor y en contra. Alguien que está de paseo en París justo mientras escribo esto nos informa por whatsapp que es terrible, feo y sucio. Cabe anotar que es una persona con quien difícilmente comparto percepciones y opiniones estéticas y políticas. Otra persona que ha vivido en diferentes ciudades europeas (así que ya trascendió esa primera impresión del turista que busca sólo lo bello y cómodo), nos lo muestra como un ejemplo de difusión y plataforma cultural y comparte cómo algunas políticas han contribuido a ello. Yo no he viajado, pero me parece terrible que pensar en la posibilidad de tener músicos en los vagones del metro, lejos de ser una oportunidad, sea considerado por la empresa y por los ciudadanos (ciudadanos que ni siquiera usan el metro en su cotidianidad) como una amenaza.

Las normas son fundamentales para la convivencia. De hecho, en caso de permitir de manera regulada el tránsito de músicos por los vagones (una propuesta que le he leído a varios), esto tendría que considerar una serie de normas como los horarios, el manejo de volumen y, me atrevo a decir, que con esa concepción de la cultura tan aséptica y purista, hasta los géneros musicales... pero no es nada despreciable la idea. Pensemos en lo que ha hecho recientemente la Alcaldía de Medellín con la Red de Escuelas de Música y su programa Medellín Vive la Música, inundando estaciones y trenes con sonidos; una propuesta institucional que nadie cuestionó. Y yo tampoco lo estoy haciendo, porque me encanta. Pero lo traigo a colación para decir que sí es posible, que se puede romper la monotonía de un viaje de extremo a extremo de la ciudad y que el sistema de transporte público masivo que tenemos, como supuesto reflejo de la sociedad, puede integrar propuestas que vinculen expresiones artísticas sin alterar el orden, el respeto y el cuidado que, quizás por la rigidez de sus normas, ha logrado mantenerse limpio y garantizar más tranquilidad y seguridad que otros sistemas de transporte público con los que contamos. En otras palabras, ni tanto que queme al santo...

Sin embargo, más allá del violinista, de los músicos y de la aversión por las normas, esta ha sido una oportunidad para plantear reflexiones más hondas. Por ejemplo, sobre el sentido de lo público. ¿Es el metro un espacio público? ¿Es un no lugar que no cumple otra función que la del tránsito rápido y que quiere ser resignificado por parte de quienes pasan allí al rededor de una hora diaria transportándose? ¿Y qué implicaría esa resignificación? En una de esas definiciones de Marc Augé sobre los 'no lugares', dice que allí “los individuos no interactúan sino con los textos sin otros enunciadores que las personas 'morales' o las instituciones, cuya presencia se adivina vagamente o se afirma más explícitamente detrás de los mandatos, los consejos, los comentarios, los 'mensajes' transmitidos por los innumerables 'soportes' que forman parte integrante del paisaje contemporáneo”. Y veo entonces dos caminos: seguir comprendiendo el metro como un no lugar, un espacio de tránsito que no requiere más impronta que aquella que los enunciadores oficiales proveen o comenzar un proceso de transformación, de reconvención de la norma, de ocupación del espacio. La segunda me suena, ¿pero le sonará a quienes usan el metro diariamente, de norte a sur, de sur a norte, en horas pico y con la carga de un día laboral encima?

Por eso no me atrevo a darme el lujo de gritar a viva voz que sí, que se suban todos los músicos de Medellín al metro. Pero me niego a decir que no, que deje así, que lo usemos para transportarnos y ya. Entre otras, porque además de los músicos, sabemos de casos como la censura de afiches de obras de teatro, parejas homosexuales a quienes se les ha pedido que no se tomen de la mano, mujeres llorando a las que no se les ha permitido subir al sistema de transporte. Aprovechemos el caso del violinista para ampliar la discusión, para pensar el metro como un escenario público en el que se respeten y dignifiquen las libertades individuales. El metro es ciudad, la ciudad es diversa. Pero la ciudad también requiere normas para nuestro propio bienestar. Eso es lo que hay que entrar a negociar, a discutir, a reflexionar.

Por otro lado, y ya desde un aspecto más íntimo (que se extiende a las manifestaciones públicas), vuelven a surgir preguntas relacionadas con qué es lo que seguimos reconociendo como “bueno” y “malo”, por qué sentimos la inminente necesidad de ubicarnos en un lado, en un polo, en un bando. También creo yo que podemos pisar la línea amarilla, no tenemos necesariamente que hacernos de un lado o del otro; somos contradictorios porque así es la sociedad, queremos y no queremos porque nuestros contextos son como un prisma, como un fractal: muchas caras, muchos colores, muchas formas de verse. ¿Por qué tenemos que elegir uno solo? Pensar que quizás no sea una buena idea legitimar a los músicos en el metro no nos hace fachos; pensar que sería maravilloso tenerlos no nos convierte automáticamente en enemigos de la norma, del orden y la tranquilidad.

Y por último, no perdamos de vista que “Cultura Metro” no es una cultura, es un eslogan.