9.10.2009

Agitados pasos salseros que viajan de bar en bar

A las 11:30 p.m. los bailadores se paralizan para dar paso al bailarín protagonista. Por la estrecha puerta del Eslabón Prendido y ese corredor que no mide más de 70 centímetros de ancho, entra ese hombre delgado y alto que cada sábado azota la baldosa con su ya monótona melodía. Lleva una camisa de seda fría y tonos marrones, un pantalón negro, zapatillas negras sobre grandes pies cubiertos antes por medias blancas.

Camina como llevando el ritmo en sus zapatos, en sus manos, en su cara alargada. Llega hasta el fondo del bar y espera unos minutos en la barra. Comienza su melodía y él se devuelve unos metros y se ubica en el centro de la pista. A su alrededor, desde 16 mesas distribuidas a izquierda y derecha, unas 80 personas observan. Más, si se cuentan las de la barra, los transeúntes, los que no encontraron mesa pero sí un rinconcito para perderse en medio de la rumba.

Entre el timbal y la campana, las congas y las flautas, el bailarín se mueve a lo largo de la pista, va y viene, entrecruza sus piernas, mueve sus grandes pies con una velocidad que para la vista resulta inasible. A veces se detiene en un solo punto y hace que la atención se dirija a sus pies. Izquierdo sobre derecho, el derecho adelante, vuelve, un dos tres, parece que contara en su mente mientras chasquea los dedos. Su cara alargada, de nariz prominente y color trigueño se humedece por el sudor que la hace brillar.

Termina la canción y él para y respira. Viene lo difícil: -¿Me desea colaborar?- De mesa en mesa, persona a persona, el bailarín recoge su pago por el espectáculo. Suenan monedas; se escuchan decepcionantes “ahora no, otro día”; salen billetes de baja denominación.

El bailarín terminó su labor en el Eslabón, centro de Medellín. Los bailadores vuelven a sus lugares, toman a sus parejas, la fiesta sigue encendida. El bailarín recoge su mochila y sale en busca del siguiente bar, con la misma ropa y el sudor ya impregnado coge camino hacia el otro lado de la ciudad.

8.23.2009

Un viejo caricaturista a través de la ventana


Esa figura quijotesca, larga, delgada y hasta desgarbada se mueve lenta entre su mueble y su biblioteca. Es alto, cerca de ciento ochenta centímetros que casi se pegan al techo del ático en el que permanece. Su cara es alargada, su cabello no tan corto es blanco y desordenado. Su frente es ancha y aunque las orejas son grandes, se encuentran bien pegadas a los costados de su rostro. Los lentes grandes y redondos, de marco negro, le dan fuerza a unos ojos rodeados por gruesos pliegues de piel, señal de los ochenta y tantos años del viejo caricaturista Obregón. La barba, entre gris oscura y clara, le cubre la mitad del rostro. Al teléfono, don Elkin Obregón confunde, pues su voz es mucho más joven que su imagen.

Sus dedos largos sostienen siempre un cigarrillo rubio, de filtro color marrón. Apaga uno y enciende el siguiente hasta que las últimas horas de la noche lo obligan a quedarse dormido. Después de las siete de la noche, acompaña los cigarrillos con aguardiente, y mientras habla, ríe y reflexiona, bebe el anisado llevándolo también con lentitud hasta su boca. Fumador y lector empedernido, gran contador de historias, afable en el trato con los demás, que siempre lo visitamos, pues ya no sale de su casona en el centro de Medellín.

Desde una calle en el centro de Medellín, a través de la ventana enrejada de un segundo piso, detrás de una fachada amarilla, se ve esa figura quijotesca, larga, delgada y hasta desgarbada que se mueve lenta entre su mueble y su biblioteca.

8.12.2009

El bus

Primera versión de la segunda tarea. Para efectos académicos, tengo ahora la obligación de editarme y dejar un texto de 3000 caracteres. Pero para efectos personales, acá va el relato completo.
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Con dificultad, la señora de falda verde y blusa de flores sube las dos escalas, pasa la registradora, se molesta un poco porque no encuentra las monedas para completar el pasaje, toma asiento, saca la monedera, toma los trescientos pesos y se los entrega al conductor. Mientras eso sucedía, ya la buseta había parado un par de veces más. El señor de la esquina lleva una tula de la que se desprende el olor de su almuerzo; el pasaje completo lo lleva en la mano y rápidamente lo entrega y pasa la registradora, camina hasta el último asiento y va dejando en el aire, tras él, el rastro de las papas y la carne recién cocinada. El otro fue un joven de cabello ondulado, que seguramente dejará el autobús en la universidad, morral al hombro y una carpeta de cartón. Más adelante, en la cuarta parada, recoge una joven que además de su cartera, lleva en la mano una bolsa de papel, como de almacén de ropa; pantalón, tacones y camisa de botones, cabello cepillado y maquillaje notorio. Para ese momento ya todos los puestos tienen ocupante y ella es la primera viajera que irá de pie hasta su destino que, como el de casi todos, es el centro de la ciudad, al que llegará después de unos 40 minutos de recorrido, si no hay congestión en la autopista.

Al bus ya no le permiten decoraciones personalizadas. Quedaron atrás los tiempos de vírgenes y santos, calcomanías de Bart Simpson y de mensajes maliciosos, de fotografías de la novia, la esposa o los hijos, que así lucían los buses hace algunos años.

En el bus suena música a alto volumen, muy alto. El joven universitario, por ejemplo, no logra escuchar solo la música de su reproductor, así le suba él también todo el volumen, porque su música de Radiohead se confunde con el vallenato, a veces, otras, la mayoría, con guascas y rancheras que el conductor deja sonar desde su pasacintas, y como en cantina, los altoparlantes son cuatro o seis y se dividen a lo largo del bus, haciendo que la música retumbe en cada asiento.

Sobre las cabezas de dos de los viajeros cuelgan pantallas que emiten pedazos de la programación de un par de canales nacionales, fragmentos desasociados mezclados con largos comerciales de cinco productos, entonces las imágenes que pasan por esas pantallas se repiten una vez y otra y otra, hasta el final del viaje. Para complementar el ambiente, ese sonido se mezcla con la música o las noticias o el programa de variedades de la radio del conductor.

Mal contadas, 23 personas están de pie, se sostienen de los tubos, se recuestan en las puertas, es difícil ahora para aquel que timbró, bajarse del vehículo, porque “la registradora no devuelve, manito, la salida es por la de atrás”. Y ese viaje desde el puesto delantero hasta la puerta trasera del bus, se hace larga para él e incómoda para los demás, que se ven atropellados y se abalanzan sobre los que están sentados intentando abrir paso para él.


El destino está próximo. Muchos se han bajado pero otros tantos han subido. El bus no parece estar más vacío que hace 30 minutos. Siguen de pie, apretujados, recostados el uno sobre el otro, cuidando sus pertenencias. Una de las paradas principales: la universidad, el bus queda con pocas personas de pie. Todos los asientos ocupados, todavía.

Un par de argentinos, reconocibles por su acento, le piden al conductor que les permita cantar. Se suben. Llevan una guitarra pintada con arabescos verdes brillantes, ambos visten pantalón, saco, tenis y corbata de colores; saludan y cantan, cuentan su historia, mochileros, vienen desde hace un año por toda Suramérica, no se quieren ir de Colombia, ojalá encontraran novia acá, qué bello país, qué linda gente. Un par de chistes, risas generales, otra canción, aplausos, la despedida. Federico, que así se llama el de los ojos claros, pasa por los puestos con un sombrerito de lana recogiendo las contribuciones. Horacio, el más simpático se despide y agradece.

El timbre suena, pero allí no se pueden abrir las puertas. El semáforo cambia de rojo a verde y el bus gira a la izquierda. El viaje está a punto de finalizar, allí está el “paradero”, la terminal. Un despachador espera para marcar la hora de llegada. El vehículo se detiene, todos se levantan y descienden, por la de atrás.

8.10.2009

La primera tarea

Comencé un curso de periodismo narrativo en la Escuela de Periodismo Portátil, con Juan Pablo Meneses. Aquí está mi primera tarea, y aunque generalmente cada quien termina hablando de sí mismo, qué difícil labor es dedicarse a escribir un perfil propio, un autorretrato, una narración en la que es uno es protagonista. Espero seguir publicando en este blog cada uno de los textos que de esta nueva experiencia resulten.
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La imagen se traslada de la cámara a la pantalla, pasa por un delgado cable y se instala en el disco duro, un doble clic me permite apreciarla en detalle: cabello rojo y desordenado, a la altura de los hombros, si se le mira de frente. Ojos pequeños, color miel oscuros, piel blanca con pequeñas marcas, resultado de una alergia dermatológica que aunque se intentan disimular con maquillaje, no pueden huirle a una luz poco benévola. Mejillas nutridas, nariz prominente con pequeñas pecas y una boca algo gruesa para su tamaño. Más o menos ese es el resultado del autorretrato que acabo de tomar. Una fotografía sin esfuerzos dramáticos, en la que me quería ver tal como soy.


Pienso en mí con una cámara cubriéndome el rostro mientras obturo y obturo para guardar instantes que no quiero perder. Y recuerdo a Vasco Szinetar, un fotógrafo venezolano, que se ha dedicado a autorretratarse, cuando en una entrevista me dijo que la cámara no es importante, que tiene que disolverse para que sea el ojo el que entre en contacto con el mundo. Así he ido descubriendo la magia de la fotografía: apoderarme de las pequeñas soledades de las que está hecha la vida, soledades de las que habla Roland Barthes en ese libro de almohada: La cámara lúcida.

Así llego hasta mis libros, los que están a punto de romper la tabla superior de la biblioteca familiar, que ya no soporta el peso. Los libros que se tragan gran parte de mi salario, pues, como el peor de los vicios, es imposible ya pasar de largo por una vitrina de librería o no visitar a don Hernán Salamanca, un librero de viejo que se convierte en el mejor cómplice de sus clientes. Entre esas, yo. Cada que lo visito en su local, ejemplares de Kawabata o Mishima, libros de periodismo, Sandor Marai o algo de Poe o Sade se escapan de su estantería para venir a ocupar la mía.

Tal importancia han tenido los libros, que el periodismo se me incrustó debajo de la piel cuando leí a Germán Castro Caycedo hablando de la amargura de un país de extremo a extremo. Tenía 10 años cuando leí Colombia amarga y entonces entendí que quería ser periodista.

En un gesto caprichoso, comencé a estudiar derecho, entendiendo siempre que no había nacido para eso. Y de Montesquieu y Rosseau me fui trasladando a Capote, Talesse y Wolfe. Sólo un bloque me separaba de mi sueño y era menester para mí cruzar ese largo corredor. Poco a poco avancé en baldosas y me quedé por cinco años en la una facultad de comunicaciones.

Como la mayoría, quería ser escritora, contadora de historias, “darle voz a los que no la tienen”, bella y utópica frase de periodistas apasionados. En ese empeño me mantuve, pero mutando de pieles mediáticas. Del deseo de escribir y tras descubrir una cualidad para hablar, me incliné hacia la radio cultural; es una caja de sonoridades que afecta el oído y debe extender esas sensaciones a los demás sentidos.

Y en medio del gusto por la radio, construido en años de escucharla y producirla, renació el deseo por la escritura, gracias a un afortunado ofrecimiento que me llevó a trabajar en un desaparecido periódico de Medellín que por 15 años se sostuvo como medio independiente; un periódico que habló ‘durito’, como decimos por acá, hasta sus últimos días de vida, días que viví con el desasosiego de un periodista que pierde su empleo y de un ciudadano al que le clausuran un medio.

Mi panorama de la prensa escrita local estaba cerrado, pues no me declaro amante del periodismo de diario, noticioso, mediático. Explorando otros horizontes estoy entonces en la vida digital, el periodismo en nuevos formatos, un mundo de portales, podcast, blogs y virtualidad.

Frente a una pantalla estoy yo: una mujer testaruda, obsesiva hasta el límite con su trabajo, sensible con la vida que todos los días se pasa frente a sus ojos, un poco más complicada de lo necesario, que se atiborra de lecturas para escribir un sencillo perfil sobre sí misma y que sufre por los límites de caracteres, porque empieza a mutilar palabras dejando sólo las que son útiles.

6.14.2009

ChocQuibTown en canciones


Chocó, Quibdó y el pueblo son los elementos que dan origen a ChocQuibTown, uno de los grupos musicales que está revolucionando la música del Pacífico Colombiano. Y la mejor manera de hablar de Chocquibtown es a través de sus canciones.

Esquina de América del Sur, mar verde que se funde con el azul del Océano Pacífico o mar de Balboa con el mágico Caribe y con los inmensos ríos Atrato y San Juan. Ubicado al Noroeste de Colombia, Chocó limita con la República de Panamá y los departamentos de Antioquia, Risaralda y Valle del Cauca; en su territorio pueden recorrerse la Cordillera Occidental andina, la selva húmeda tropical, las montañas de la serranía del Baudó y las regiones costeras del Atlántico y el Pacífico. La capital del departamento del Chocó, es Quibdo, y es allí donde nace ChocQuibTown, un grupo musical en el que convergen diferentes manifestaciones de la identidad cultural pacífica.

Una descripción más cercana a la realidad del Chocó, de sus formas de vivir y de ver el mundo, de su lenguaje, su gastronomía, la puede dar ChocQuibTown con uno de los temas musicales que mayor vibración transmite. Su primer álbum lleva el nombre de Somos Pacífico, el mismo nombre de la canción que en Colombia, América y Europa se baila y siente…

Somos pacífico / estamos unidos / nos une la región / la pinta, la raza y el don del sabor.

Si por si acaso usted no conoce / en el Pacífico hay de todo para que goce/ cantaores, colores, sabores / y muchos santos para que adores

Es toda una conexión como un corrillo / Chocó, Valle y mis paisanos de Nariño / todo ese repertorio me produce orgullo / y si somos tantos porque estamos tan al cucho…

El rescate de las tradiciones musicales del pueblo que vio nacer a ChocQuibTown, es una de las características de la agrupación. La marimba de chonta o piano de la selva, por ejemplo, es un elaborado instrumento de origen chocoano, hecho de tablillas de madera de Palma de Chonta, alineadas de grandes a pequeñas sobre un marco de madera que sostiene debajo de cada tablilla pequeños tubos de guadua que hacen las veces de resonadores. El choque de las baquetas contra las tablillas, hace vibrar el aire dentro de los tubos para producir el sonido agudo que cobra protagonismo en muchas de las canciones de ChocQuibTown, como Macrú, también del trabajo discográfico Somos Pacífico, del año 2006. (No hay video como tal, pero vale la pena escuchar)

A esa tradición musical que se hace presente en la música de ChocQuibTown, a través de ritmos, instrumentos y líricas, se suman los elementos propios del hip hop: la participación de los MC, abreviatura gringa para los Master Street, que en español bien podríamos llamar cantantes de rap, y un DJ encargado de producir las mezclas que distorsionan ese sonido popular folcórico, para acercarlo a lo popular urbano, complementan la propuesta musical de ChocQuibTown, haciendo de este un grupo en el que se ven representados jóvenes de los pueblos chocoanos, vallunos y nariñenses, así como de los pueblos caribeños, así como de las ciudades de la región andina, que a través de estas nuevas expresiones musicales, descubren, reconocen y comienzan a sentir el folclor del país.

La arrechera es una de las condiciones físicas y emocionales de la población negra que habita el Chocó. A pesar de ser una palabra con fuertes connotaciones sexuales que se torna agresiva en ciertos contextos sociales, la arrechera chocoana es sinónimo de alegría y euforia, por eso es una característica que involucra cuerpo y alma. El tren es una canción arrecha, por darle una descripción contundente, es además este un tema musical en el que se escuchan esos elementos que definen a ChocQuibTown. Mucho rapeo, mezclas de DJ y una marimba altisonante.

Piloteando este tren me voy es por la acera
porque sabes que a este tren no se montará cualquiera
lo importante no es tener sabor ni tampoco flow

porque en algún lado alguien lo hará mejor que vos
es sólo sentir lo que quieres hacer
que tu alma te impulse y te haga mover…
Pégate al tren (tren, tren) de la arrechera


Defiende ChocQuibTown que Colombia es más que coca, marihuana y café. Y de ellos, ha de decirse que son más que sonidos alegres para mover las caderas con ritmo y para brincar desaforadamente. Las letras de ChocQuibTown, son documento de una tierra en extremo cálida y húmeda; abandonada por gobernantes, incomunicada por vías fangosas e intransitables, y habitada por negros, amerindios y mestizos que decidieron también olvidar que han sido olvidados primero, para darle la vuelta a la hoja y hacer llevadera su vida en ese territorio. Y si uno escucha canciones como De donde vengo yo o Los tenis, entiende cómo de qué hablan ellos y cómo viven los suyos en el Chocó.

Que se vaya el aguacero
pa’ yo poder estrenar
si se mojan mis zapatos
el agua los va a dañar


Llama al doctor zapatero
que se vino el aguacero
que están amarillos por el barro
quizás por la polución


Me duele la cabeza / de tanto pensar
estos tenis blancos / no van a durar
camino pa’ un lado / y salto pa’ atrás
estos tenis míos / no van a durar
y son para un año / me dijo mamá…


En pocas palabras, ChocQuibTown es un grupo de Hip Hop Funk Afrocolombiano, sus líderes son los chocoanos Slow, Goyo y Tostao y los acompañan el percusionista Larry Viveros, que interpreta la marimba, las congas y la tambora; el bajista Álex Sánchez, el baterista, Andrés Zea y el guitarrista, Juan Pablo Tobón.


5.01.2009

Las damas de las palabras cruzadas

Cada día hay un nuevo reto que inspira a un par de mujeres que a las siete de la mañana ya están bañadas, vestidas y acicaladas, sentadas en la tienda de la cuadra, con el segundo o tercer tinto de la mañana y ese frustrado intento de dejar para siempre el cigarrillo.

Hace un par de horas comenzaron la jornada, desayunos y almuerzos empacados son el comienzo de su rutina, y una vez la casa queda en la soledad que dejan detrás los que se van al trabajo, al colegio o a la universidad, ellas cierran las puertas y van en busca de ese juego de estímulos que tendrán que dejar en una hora para continuar con ese oficio que la vida les ha destinado.

El periódico las aguarda, en especial una página, pues de una fiebre que se extiende por el mundo o de la devastación de la economía colombiana o de los enlodados negocios de la familia presidencial ya informarán los noticieros del medio día. Es la página del crucigrama la que les espera en la tienda de la mitad de la cuadra. Un juego de palabras hasta ese momento inexplorado, que espera por el lapicero que dubitativamente pasarán las señoras hasta descubrir las palabras correctas, que se entrelazan una con la otra y que dan como resultado un cuadro que es para ellas satisfacción y orgullo.

De Ra no saben mucho más allá que es el dios egipcio del sol, pero ese juego del saber en el que cada mañana se meten es la excusa perfecta para saber conjugar un verbo, para aprender una que otra palabrita en inglés y para rememorar las ya para ellas antiguas clases de geografía. El crucigrama es su reto personal de todos los días.

Entre contabilizar la cuadrícula y pasar la punta del lápiz sin tocar la hoja, simulando una palabra que puede o no puede ser, ellas descubren que el conocimiento no les es ajeno, que su cerebro se mueve al ritmo de palabras caprichosas, que la pericia y la buena memoria también son sus cualidades y que el tinto y el cigarrillo son una gran compañía para ese sagrado momento del día.

Ahí están ellas, todos los días, revolcando en su cabeza el nombre de algún dios fenicio sobre el que nunca han escuchado, pero que tiene ya una A y una K atravesadas; recordando el personaje que ese actor interpretó en los ochenta y adivinando el nombre vulgar del Citrus limonum. Cada día, incluyendo domingos y festivos, el juego de las palabras cruzadas, el crucigrama, es un nuevo motivo para estas damas.

4.05.2009

Galería táctil

Tocar y descubrir con las yemas de los dedos los detalles del torso de la Venus de Milo. Entender que es posible ver el arte (y por lo tanto el mundo) con los ojos cerrados y asimilarlo así de otra manera…

Lo más importante es tocarla, así que estas fotos, definitivamente, no bastan.

Colección táctil del Museo de Louvre, en el Museo de la Universidad de Antioquia. Medellín

2.18.2009

Siguarajazz

La primera vez que escuché Siguarajazz fue en Latina St., la emisora de salsa “para salseros”, que suena desde Envigado. Se promocionaba en una sección llamada Salsa del mundo, en la que pueden escucharse ritmos nuevos de la salsa, el latin jazz, el son y otros sonidos afroantillanos. Esto para los que creen que los salseros han quedado anclados en los acetatos de colección y que con este género musical ya nada sucede.

Fue en esa sección que conocí, hace ya algunos años, a La 33. Tremenda banda bogotana. Pero me emocionó en ese momento, saber que en Medellín sonaba salsa con esas características. Entonces empecé a seguirlos, a buscarlos, y así llegué a Manrique Oriental, a uno de los ensayos de Siguarajazz.

En la casa de Barrio Comparsa, una entidad cultural que es otra historia de ciudad, se reunían los dos hijos de Luis Fernando García, el fundador, quienes, a su vez, fundaron Siguarajazz, que en ese momento tenía un trabajo: 063, el número de la ruta de buses de Manrique, el barrio de donde provienen, el barrio al que le cantan.

Manrique es conocido por su tradición tanguera: la avenida Carlos Gardel, la Casa Gardeliana, ese ritmo porteño que llegó a Medellín, se instaló en Manrique y se extendió por toda la ciudad. Pero más que el tango, Manrique vive la música, y Siguarajazz es uno de los ejemplos de que trepando esas callecitas empinadas se cocinan valiosos esfuerzos que dan sonoros resultados.

Ya hay un nuevo trabajo discográfico, producido por Nativo Records. Se llama Manrique Mambo, como para no perder la costumbre, y se deja escuchar, se deja bailar, se deja gozar. Son diez temas en los que se escuchan piano, trombón, corno, congas, baterías y timbales, saxo, flauta y violín, campana, güiro y bongó y la voz de Juancito “Trucupey”, el hijo de Luis Fernando “El Gordo”, el que empezó todo esto, porque fue él quien llevó a su casa tambores, ritmo y música y sus hijos, los de Siguarajazz, sí que han seguido el ejemplo.

En un ensayo de Siguarajazz





2.15.2009

Viejos tiempos de biblioteca

Desde que en la biblioteca de la Universidad de Antioquia se prestan los libros con huella digital, sólo he pasado por allí una vez. Hace más de dos años no voy a las bibliotecas públicas de la ciudad y a los Parques Biblioteca de Medellín sólo he ido a trabajar.

Cuando era estudiante, la biblioteca era la mejor opción para conseguir los libros que deseaba leer, esos que llegaban por recomendación de un profesor, de un compañero, por referencias en otros libros o en el cine. Internet era para otra cosa, consultas rápidas en google o búsqueda en el sistema de los libros y las películas que prestaría en la biblioteca. Durante los años universitarios, fui nueva residente en diferentes municipios y lo primero que hice en cada uno de ellos fue buscar la biblioteca, era un lugar indispensable.

En la biblioteca, la búsqueda de un libro implicaba siempre la sorpresa que otro podría traer. En el camino que los ojos recorrían para encontrar el libro cuyo código se había anotado en uno de los papelitos que se encontraban –a veces escasos- cerca de los equipos de búsqueda, era muy probable que las manos se detuvieran en otro ejemplar, uno no buscado pero felizmente encontrado. Ese era uno de los encantos de pasar por la biblioteca.

Y luego, como el tiempo lo permitía, pasaba la tarde entera recorriendo las páginas, con el afán y la ansiedad que imponía la fecha de entrega, sellada en la tarjeta de la parte interior de la carátula. Fue así que la cabeza de muchos se llenó de palabras viejas y famosas, de conocimientos útiles, de frases inútiles pero felizmente apropiadas.

Hoy, no sé si por falta de tiempo y un viraje en las costumbres juveniles, la biblioteca ha dejado de ser cotidiana, ha dejado, incluso, de ser indispensable. Llegaron los tiempos en los que el libro deseado puede comprarse sin reparo, en una suerte de ambición o necesidad de sistematización de lo leído.

Llegó el tiempo también del pdf, de los libros digitales, descargas rápidas de clásicos literarios, filosóficos o periodísticos. Sin embargo, como en una adicción peligrosa, esta nueva forma no reemplaza el anterior vicio: el de comprar libros; resulta más emocionante romper el papel plástico que lo recubre, tantear el grosor de las hojas nuevas y respirar ese libro de cerca que el insípido doble clic que de manera inmediata pone todas las páginas bajo un eterno scroll que parece que no avanza.

Ya no basta sólo con leerlo, hay que apoderarlo físicamente, pagar por tenerlo. El libro se nos convirtió en fetiche, que por fortuna se paga con billetes. Nos llena de orgullo mirar la biblioteca personal y ver cómo se nutre cada día, cómo los anaqueles dejan de ser suficientes, cómo cada uno de los libros que ahí hay nos pertenecen, como si no nos pertenecieran ya cuando los leemos, así los devolvamos a la biblioteca como su lugar de origen.

Hoy envidio a los viejitos que van a la Biblioteca Piloto, que cada 15 días se llevan el cupo completo, que salen con una pila de libros en sus manos, los devoran en dos semanas y cumplidamente los devuelven a la biblioteca en la fecha sellada con la satisfacción del leer cumplido.

Lo más cercano a la tradicional biblioteca son las librerías tipo anticuaria, donde los libros huelen a libros leídos, donde el polvo cubre con delgadas capas los lomos de algunos que llevan tiempo sin ser cortejados, donde cabe la sorpresa de ir por uno identificado y agarrar otro en el camino. La sensación me recuerda los años de biblioteca y al final, desencadena el fetichismo. Veinte mil pesos y me hago dueña de un libro.

Fotografía: Chaotica Concept