4.04.2010

La nostalgia de un nombre que no fue


Hoy veo a mi madre poco más de cuarenta años atrás. La veo con esa cara que reconozco en las fotos agrietadas que mi abuela guarda y que dejaron para el recuerdo nobles retratos de su lejana infancia. La veo con un uniforme de cuadritos, medias blancas, zapatos pequeños y esa figura menuda, contextura física que a los cincuenta conserva. La veo escondida detrás de una timidez abrumadora que le impidió ese día acercarse a la campana para anunciar con su toque que la hora del recreo había terminado.

De esa historia perdida a finales de la década del sesenta, en un pueblo del Magdalena Medio antioqueño, llamado Caracolí, viene el primer tango que recuerdo haber escuchado; supongo también que fue el primero que ella escuchó con oídos atentos: “Sonia, Sonia, tus cabellos negros, en sueños mil veces besé yo.”; una melodía húngara, de notas amargas que hablan de encierro, muerte y desolación, inmortalizada para los tangueros, para mi madre y para mí por el Zorzal Criollo, que la grabó por primera vez cuarenta años antes de que ella la escuchara por primera vez.

Siete u ocho años tenía ella, la niña Rosalba, la buena estudiante, la alumna de confianza. Estaba en tercero de primaria y seguía al pie de la letra sus tareas y las instrucciones que las monjas le daban. Todas menos esa, la de tocar la campana. Sentía vergüenza con solo pensar que podría fallar en su intento por empinarse, estirar el brazo y mover su mano con fuerza para producir el sonido que daba fin al momento de descanso, de juegos, de libertad. Y en un acto tildado como de rebeldía, se negó rotundamente a hacerlo. Podía hacer cualquier cosa, lo que le pidieran, pero no quería tocar la campana. Y entonces vino el castigo que más de cuarenta años después es recordado por ella y escuchado con agrado por sus tres hijas; y reproducido por una de ellas con el descaro de quien se toma una historia como propia y se encarga de contarla a quien pueda.

Tres semanas estaría mi mamá en un rincón del salón de clases, dando la espalda a las hileras de escritorios, mirando a través de la ventana, esperando el día en que pudiese de nuevo sentarse en su pupitre y atender las lecciones diarias, y eso era algo que sólo podría suceder el día que pidiese el perdón de la monja a la que se negó cuando le ordenó tocar la campana.

Y hasta ese rincón que se convirtió en morada por semanas, desde el que se divisaba un caspete en el otro extremo del patio, llegaban tristes notas que se mezclaban con la voz chillona de una maestra, el desordenado hablar de un grupo de niñas, el repicar de las campanas: la letra que hablaba de un hombre encerrado en prisión por haber matado al amante de su esposa, Sonia, mujer de cabellos negros, cruel, de quien nunca el condenado volvió a saber. 

A fuerza de costumbre, mi madre recordaba ya cada uno de los versos de este tango. No sé si su castigo lo sentía como equiparable a las altas murallas de aquel presidio en el que ni el sol se veía alumbrar, y que con detalle cantaba Gardel. Pienso y pienso en esos momentos que adivino como lluviosos, pero sofocantes y melancólicos y no logro entender la tristeza inocente de mi madre al reconocer el dolor de un hombre, el dolor del amor. 

Y entonces el tiempo pasó, la canción ya había quedado como recuerdo de ese martirio de tres semanas ajena a las lecciones, el perdón tuvo que ser pedido, el fin de año se aproximaba y mi mamá quería volver a su pupitre, presentar sus tareas y esperar el año siguiente, y el siguiente, y el siguiente, hasta que la vida le regalara una hija, a quien había ya decidido bautizar como Sonia.

Y los años pasaron, como debía ser, y mi mamá terminó el bachillerato, como debía ser, y se casó a los 21, como debía ser y a los 22 tuvo a su primera hija, que soy yo y que por los caprichos de un sacerdote y  los delirios de mi papá, que siempre ha seguido caprichos de sotanas y parroquias, no pude llevar el nombre que con tanto recelo mi madre había cuidado para mí.

Entre una guerrillera venezolana, de alias Sonia, militante del Partido Bandera Roja y abatida en combate días antes de mi nacimiento, y la idea de que era este un nombre gitano y que ello era, por definición, pagano, mi padre se armó de argumentos para impedir que ese fuera el nombre de su primogénita. Y eso que él desconocía el secreto gusto de mi madre por las prácticas gitanas, por su estética, por su belleza. 

La historia entonces de mi nombre no es nada emocionante: salió de una revista sobre bebés, en la que aparecía una lista de posibles combinaciones para bautizar a los hijos de las lectoras. Nada qué contar, ninguna historia que se remonte a cuarenta años antes del día en que escribo estas palabras; ningún castigo doloroso que hoy sea recordado con la misma nostalgia que se esboza en las fotografías que mi abuela guarda.

Mi nombre no salió de una canción escrita en un idioma desconocido, traducida al español por Carlos Coppenberg e inmortalizada para los tangueros por Carlos Gardel; no es el producto de una pena de amor y muerte, ni del silencio de una niña de siete años que mira hacia el patio de su escuela con la prudencia de quien sabe que no tiene razones para pedir perdón y que escucha con atención una melodía que sabe al óxido de los barrotes de una cárcel. Y no niego que prefiero contar la historia del nombre que no llevo, y que la mejor evasiva cuando alguien pregunta por mi nombre es responder que en la mente de mi madre, durante casi dos décadas, yo me iba a llamar Sonia.