12.01.2016

Un entramado de preguntas para elegir la confianza

Confianza: la primera llave
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Hace unos días fue el Foro de la Solidaridad que hace la Cooperativa Confiar cada año. El nombre fue 'Elegir la confianza'. Bello y pertinente encuentro de palabras que posibilita pensar un verbo tan cotidiano como es ese de confiar.

¿En qué o quién confiamos? ¿Cómo se construye la confianza en el otro? ¿Por qué hay lugares o personas que nos inspiran confianza o con los cuales sucede todo lo contrario? ¿Cómo y a través de qué mecanismos se va trazando la confianza en nosotros mismos? ¿Es necesaria la reciprocidad para que exista la confianza o puedo confiar en ese que en mí no confía o ser confiable para quien no me 'inspira' confianza?  ¿Y qué hay de la relación entre confianza y poder?

He tratado por estos días de explorar la 'sensación' de confianza desde sus niveles más elementales: ¿qué me genera esa sensación de confianza? Llegar a mi casa, acariciar a las gatas, caminar por algunas calles en las mañanas, entrar a la tienda de verduras de siempre, sentarme en el Astor a tomarme un jugo de mandarina, sentarme en la acera de Córdoba a tomarme una cerveza por la tarde o a las primeras horas de la noche, algunas compañías, algunas voces. Y a medida que avanzo en la lista me pregunto entonces: ¿qué es la confianza? Eduardo Domínguez, mi profe de investigación en la universidad, fue uno de los invitados al Foro de Solidaridad; decía Eduardo que la confianza es una suerte de fe que se deposita en los desconocidos. No sé. Los efectos de una formación católica son nefastos en la concepción de algunas palabras o de algunos ritos; me enseñaron, bajo esa perspectiva, que la fe es ciega y tenerla te quita el derecho a la pregunta. Claro, decía él que cuando tomas un bus o un taxi o vas a la tienda, estás depositando tu fe en ese desconocido, y ese es un acto de confianza.

Marta Cardona se presentó a sí misma como una danzarina; su lucidez proviene, dice ella, no tanto de la lectura como del movimiento. Si alcancé a tomar nota de manera correcta, habló de la confianza como el "clima existencial de relación con el otro que es la diferencia radical y que me obliga a entender que no estoy sola en el mundo". Eduardo decía que la confianza no se elige, que llega por convicción; algo así como que está y punto, se da o no se da y no está bajo el control subjetivo de nadie; por eso, para él, no es una decisión. El clima tampoco lo es, llueve o hace sol, y tenés que estar preparado para afrontar cualquiera de los dos. Pero el clima existencial no es así de fortuito. Ese está determinado por una serie de condiciones, de construcciones sociales y ese clima existencial sí se puede elegir y transformar. ¿Hace cuánto, cómo y por qué comenzamos, por ejemplo, a confiar en las Farc?

Para esa última pregunta, podría yo apoyarme en lo que el tercer invitado, otro entrañable profe de la U. de A. definió como confianza: una sensación construida a partir de la información. Es decir, para confiar, saber. Juan Diego Restrepo, periodista y docente, cree que para elegir la confianza es necesario estar informado, tener un conocimiento que permita saber si esto o lo otro es confiable. Sin embargo, ¿cómo construyo la confianza frente a las fuentes de información? Y no hablo sólo del periodismo, pues también hay condiciones (construcciones, claro) que me indican cuando una fuente es o no confiable. Me refiero a la vida, a la cotidianidad. ¿Qué información necesito yo para confiar en doña Mary, la señora de la tienda, hincha del Nacional, que me atendió con lágrimas cuando se accidentó el avión que traía al Chapecoense? ¿Y quién me proporciona esa información? ¿De dónde viene? ¿Será esa la fe ciega en los desconocidos? ¿Será acaso el clima existencial? ¿Tendrá algo que ver haber sido criada por un tendero?

Entonces, para seguir tejiendo esta urdimbre de preguntas: ¿se confía por intuición, por costumbre, por elección? Volviendo a la fe en los desconocidos, que preferiría llamar confianza, creo también que obedece a imaginarios colectivos y patrones culturales: en quién nos enseñan a creer en nuestras familias, en la escuela, incluso en las iglesias. Y, pensando en su opuesto, también la familia, la escuela o la religión, así como los medios de comunicación, tienen una enorme capacidad de construir desconfianza, pues propagan formas de ver el mundo aferradas al machismo, al racismo, a la misoginia, a la homofobia, a la discriminación en todas sus manifestaciones, que nos impiden ver al otro, reconocerle como par, establecer vínculos. Lastimosamente, ser en exceso 'confiado' es un atributo mal visto; no confiar en nadie, no esperar nada de nadie, parecen ser actitudes necesarias para vivir mejor.

Estamos ante un enorme déficit de confianza y esa es la gran crisis de nuestra sociedad, algo así afirmó Lucía González, quien moderaba el foro. Un filósofo español, Carlos Pereda, que escribió un libro llamado, justamente, Sobre la confianza, a quien sólo me he topado en videos y aún no en sus letras, afirma también que todas las crisis son, en esencia, crisis de confianza. La crisis política como resultado de la desconfianza en los políticos, la crisis económica como desconfianza en los sistemas que nos rigen, la crisis institucional como consecuencia –y a lo mejor como causa también– de una profunda desconfianza en las instituciones. Y puede aquí jugar la dupla causa-consecuencia, por la reciprocidad que supone la construcción o destrucción de la confianza.

¿Confiar en o confiar con el otro?

En cualquier caso, ante las respuestas de los invitados, ante las sencillas elaboraciones sobre mis confianzas cotidianas y ante algunas reflexiones que he podido escuchar o leer, creo que la confianza es construcción social y cultural; creo, por tanto, que es posible elegir o no confiar en algo o alguien, puesto que a partir de la información, del reconocimiento del otro o de los imaginarios colectivos que nos indican en quién confiar o en quién no, yo creo –confío en que así sea– que el sujeto puede tomar decisiones para transformar la desconfianza en confianza, o viceversa.

Y es por ser construcción social y cultural que pongo en disyuntiva las dos preposiciones: ¿se confía en el otro o se confía con el otro? Es que no se me hace necio pensar en qué tan posible es confiar en ese que en mí no confía; confiar en el policía de la esquina cuando sé que ya me mira con recelo y desconfianza y que, en un acto de desconfianza que le encomiendan, procederá a requisar mis pertenencias; confiar en el profesor que se presenta como ser vigilante en la clase, confiar en la madre que revisa tu ropa o tus cuadernos, confiar en esa amiga que sólo habla y no te escucha... y así, un sinfín de relaciones no recíprocas en las que, desde mi perspectiva, no se alcanza a anudar eso que creo que es la confianza.

Construir confianza no sólo es posible sino necesario, urgente; así se reafirmó en el Foro de Solidaridad. Porque el hilo con el que se hace el tejido social es, justamente, la confianza. Y el tejido social supone el encuentro entre unos y otros, hacer en conjunto, dar y recibir, reconocer al otro y entregarme para ser reconocida. Así la perspectiva –y ya la misma palabra nos da la pista– creo que hay que con-fiar-con.

'La confianza no anula la pregunta'

Hay una frase de Shakespeare que reza que "La desconfianza es el faro de los sabios", la leí en un diccionario de máximas en internet que me generó confianza por ser un libro digitalizado, pues ya sabemos cómo abundan en la red las frases atribuidas a Shakespeare, a Borges y a tantos más. ¿Qué significa la frase del dramaturgo? Podría pensarse en la desconfianza como la posibilidad de preguntar, de no creer a ciegas, esa desconfianza como posibilidad de construir conocimiento, ¿como la luz en el horizonte para no navegar perdidos?

Marta Cardona aclaraba en el Foro que no hay que confundir desconfianza con duda, que "la confianza no anula la pregunta", pues la posibilidad de cuestionar, de preguntar, es consubstancial a la construcción y la permanencia de la confianza.

Vuelvo a Pereda, que afirma también que la confianza es, ante todo, una 'confianza comunicativa': confiamos en la palabra del otro, pero no sólo en sus palabras, sino también en sus emociones o sentimientos y estos se nos revelan a través de la expresión de los mismos; se trata de un ejercicio comunicativo para la construcción de confianza que nos implica y en ese implicarse, la pregunta es fundamental.

En ese sentido, también aborda Pereda el concepto de autonomía, necesaria para la pregunta y la comunicación. No se trata de ser islas, sino de tener la posibilidad de dialogar con nuestras determinaciones, con nuestras confianzas y con nuestras desconfianzas. Quizás en épocas shakespearianas la palabra 'autonomía' no había entrado en uso (y desconozco completamente la historia de este concepto) y quizás, entonces, esa desconfianza que como faro se nos presenta en la frase se refiere más a la posibilidad de la duda, de la pregunta, y a la autonomía que conquistamos para entrar en diálogo con el otro desde nuestras propias construcciones, para confrontar nuestros imaginarios, para desconfiar de las desconfianzas aprendidas y elegir los caminos para tejer y cultivar la confianza.

Jenny Giraldo García

10.09.2016

Blanco (& Negro)


Ver no es suficiente. Es preciso actuar. Hay quien ve y no ha superado el miedo. La visión correcta
sólo tiene lugar cuando 
la voluntad decide actuar sobre el miedo a implicarse totalmente
Chantal Maillard

La primera tarde fue de desilusión, algo superflua, creo; necesitaba la compañía de los más queridos, su abrazo, unos aguardientes, música para la esperanza, para sacar a flote el dolor. Al día siguiente llegó la tristeza, una tristeza compartida con esos con los que me junto a soñar con un mundo mejor y a tratar de construir, desde la democracia, una sociedad más justa, más digna, más pensante, más autónoma, más crítica y hasta más feliz. Voces quebradas, lágrimas, cuerpos débiles, ojos hinchados, silencios, desahogos; esa sensación de desamparo colectivo de los que me rodean, los que quiero, en los que creo. Desilusión y tristeza iban en ese coctel que, jocosamente, han llamado en las redes sociales 'plebitusa'.

En ese no pensar de la desilusión primaria, reaccioné poniendo como imagen de perfil un cuadrito negro: luto, dolor, silencio: así me sentía, así creía que se veía la ciudad. El negro como ausencia de luz, el negro como símbolo del encierro al que nos podía llevar esa oleada de devastación del desengaño. ¿Por qué ganó el no? ¿Por qué entre dos monosílabos tan fáciles de pronunciar se impuso la mezquindad del que negaba otra posibilidad? ¿Por qué la diferencia fue tan pequeña? Porque en esos votos, creo, fue que logró colarse la tristeza. A lo mejor una derrota contundente hubiese permitido el estallido de la rabia, la indignación, el dolor absoluto, la vergüenza, como sintieron muchos. El triunfo contundente de esa idea a la que le aposté, no, no sé qué emoción hubiese hecho saltar. Sólo sé que quedaron tambores a la espera de hacernos vibrar, que muchos abrazos se quedaron guardados, que muchos cuerpos que salieron ese día a la calle con la ilusión de bailar, decidieron encerrarse muy temprano. Sé que no rodaron lágrimas de alegría y que, si se violó la ley seca, no fue por esa felicidad que ameritaba un brindis sonriente. ¿Por qué? El negro fue mi única respuesta.

Al tercer día lo visitó la rabia. Cuando el show mediático-politiquero comenzó a tomarse las pantallas, cuando aparecieron las brillantes y novedosas propuestas del senador Uribe, cuando rondó un link con las de Ramos, cuando Cabal y Paloma tuiteaban su triunfo, cuando Ordóñez entró al grupo negociador, cuando uno podía pensar que un tinto entre dos sería el que abriría de nuevo las apuestas por la paz, cuando el genio que gerenció la campaña del no salió a decir que, como estrategia publicitaria, difundieron ampliamente que nos íbamos a volver como Venezuela, cuando Uribe salió a desmentirlo, cuando salió a retractarse y a renunciar al partido, cuando al equipo negociador tenían que entrar también grupos religiosos; cada vez que entraba a twitter, a facebook, a whatsapp; casi, casi, cada vez que sabía algo de los acuerdos, de la oposición, de proceso de paz, me habitaba esa ira que me hacía llorar y vociferar contra ellos, los señores de la guerra, los amos de la información.

Mientras esto ocurría de puertas para dentro, mientras cada día la esperanza tenía que vérselas con la rabia, la tristeza, la decepción, el miedo; el pueblo colombiano comenzó a levantarse. La Plaza Bolívar se llenó de luz, Medellín comenzó a planear su acto de resistencia, los estudiantes, las víctimas, las organizaciones, los jóvenes, los adultos, las mujeres, los amigos y las amigas, los artistas... treinta mil, quizás; treinta mil salieron a marchar. Una marcha del silencio, así se convocó. Pero quedó constatada la imposibilidad del silencio en medio de la indignación: "Antioquia no es Uribe", "No más víctimas", "Bojayá, Bojayá, no te vamos a fallar"...

¿Y cómo fue que llegó el blanco? Al fin y al cabo fue ese blanco el que me invitó a la escritura, el que apareció tras una elaboración un poco más profunda que esa reacción primaria que se tradujo en 'negro desazón'. Yo voté Sí porque creía que el Acuerdo era una posibilidad, una oportunidad, una puerta que se abría lentamente para dejar pasar –hacia adentro y hacia afuera– nuevas formas de ser en Colombia. Ese Sí en el que creí necesitaba llenarse de contenidos, no por estar escrito estaba hecho, de eso tenía certeza. Un Sí como una página en blanco, como un lienzo esperando ser pintado, como "una llave, aunque sea pequeña", primera línea del poema Blanco en lo blanco, de Eugenio de Andrade, poema que tuvo alguien a bien compartir con este blanco que no se pronunciaba.

Pero el blanco también es vacío, un abismo al que es posible lanzarse, un exceso de luz que quizás tampoco nos deja ver, el riesgo de la esterilidad ante la incertidumbre. Sí. El blanco también es incertidumbre, se parece mucho a los días que vive Colombia, a ese no saber hacia dónde debemos marchar, pero con la certeza de que debemos hacerlo; a esa mezcla de inquietud y esperanza. ¡Y qué peligroso puede resultar el 'blanco ingenuo'!, que de ese también nos toca cuidarnos en medio de lo que estamos viviendo. El blanco es también el color de las camisetas, las velas, las banderas y los pañuelos que nos han acompañado esta semana a gritar nuestro deseo de paz; es el color con el que históricamente se ha representado esa idea que nos ha esperanzado y que, al menos para mí, solía ser abstracta, pero que hoy va tomando forma: participación, víctimas, tierras... palabras de ese estilo que van trazando un mapa concreto de cómo construir la paz. Y creo que ese mapa no está en blanco, que ya hay líneas, flechas, trazos. Y que, precisamente por eso, estamos hoy frente a un combate que asusta, pero que también moviliza, que está permitiendo sentidos de ser ciudadano que muchos no habíamos vivido. Tal vez es momento de poner una capa de pintura blanca sobre nuestra democracia y volver a escribir en ella; el blanco, también, para reinventarse; siguiendo a Chantal Maillard (a quien siempre le agradezco la precisión de sus palabras), una oportunidad para implicarnos, para nuestra voluntad, para nuestra actuación.

Quizás me apresuré hace una semana al usar una imagen negra como representación del sentir de ese momento, pero también sé que a veces necesitamos encerrarnos un ratico al oscuro para reconocer los destellos de luz con mayor facilidad. ¿O cómo podríamos reconocer las figuras del Guernica –ese grito que también pide el fin de la guerra–  si el negro no estuviera contrastando con el blanco?

Jenny Giraldo García



8.14.2016

Paisajes urbano-culturales

El Acontista: rinconcito para el pensamiento y el placer.

Al frente del local que ocupaba el Teatro Caja Negra, que aún exhibe su fachada ya desteñida como la constatación de lo que fue, hay un motel enorme, elegante, de fachada muy bien hecha y bien pintada. Unos pasos atrás, la Librería La Anticuaria convertida en un parqueadero de motos; con incipientes repisas de libros aún, pero parqueadero de motos.

Al iniciar el camino por Junín, lo que antes era una librería hoy es un almacén deportivo; por todo el camino no hay un solo local dedicado a la venta de libros pero al finalizar el pasaje ni sé cuántos locales –seguro del mismo dueño– dedicados a la venta de accesorios, juguetes y aditamentos, para el sexo.

El Pasaje la Bastilla, con libros piratas y originales, con obras completas (difíciles de conseguir) y con sagas contemporáneas (esas más fáciles), con los textos escolares y los ociosos, en fin, donde juntos y revueltos reposan los libros, está casi escondida, pareciera un centro de vergüenza; qué marginal se ve y se siente nuestro centro del libro y la cultura.

La Parada Juvenil de la Lectura (a la que jocosamente hemos llamado por ahí la Parranda Juvenil de la Lectura) pone en su tarima central a las bandas musicales y pareciera (esa sensación me quedó) que hace de ellas también el espacio central de este encuentro, que hace parte de los eventos del libro de la ciudad. ¿Y los libros? Bien, gracias. Pocos, dispuestos en un corredor estrecho y rodeados de variedades de miscelánea.

A la vuelta de mi casa había una librería que tuvieron que cerrar por cuenta de sus bajos ingresos. Y no me di golpes de pecho porque era yo una de esas tantas que pasaba de largo, quizás porque me habitué a otra librería, quizás porque pasaba a las carreras, sin tiempo de detenerme. A esa librería, que ahora se junta con otra y comparten un espacio al parecer cómodo y amplio, espero que con nuevos públicos y nuevos aires, se haya dinamizado su caja registradora; que los libreros, como los artistas, también comen y beben y pagan servicios y esas cosas de los humanos.

¿Dónde están las librerías del centro? ¿Dónde las de la ciudad? ¿Dónde están esas librerías que son espacios culturales, que te permiten el encuentro, la conversación, un café, la lectura, la búsqueda? En el centro, ¿sólo una? En mi lista está el Acontista y pare de contar. ¿Hay alguna de la que me esté perdiendo? ¡Qué marginal se ve también la Científica en el pasaje de Boyacá, arrinconada entre faldas y blusas, perfumes baratos y películas pornográficas para todos los gustos.

El contraste de la fachada del ex-teatro Caja Negra y el motel del frente me dibujó de manera física una suerte de respuesta al lugar que nos ocupan la cultura y el arte; y hablo de esa cultura que reconocemos desde las expresiones artísticas, la posibilidad del encuentro, la conversación y el pensamiento, no desde esa otra concepción en la que todo es cultura y entonces nada termina siendo. 

Una Medellín que se asume para sus turistas y visitantes, que se propone como una meca del entretenimiento, una Medellín a la que poco le importa si sus jóvenes leen o no, porque su gran indicador es el de cabezas por evento, que no planea y no evalúa impactos reales de sus programas de artes y cultura... una ciudad de plástico de esas que no quiero ver...

Pero hay otra cara de la moneda y está en manos de una cantidad considerable de corporaciones, entidades sin ánimo de lucro, colectivos, grupos artísticos. Ellos son la otra agenda cultural de la ciudad, historias de resistencia de todos los días, peleas con presupuestos públicos, ingeniosas maniobras para salir, convocar, difundir y, en muchos casos, el deseo profundo de una ciudadanía crítica, pensante y con espacios propicios para el ocio, la belleza, el placer. 


3.06.2016

"La paz esté con vosotros"

La reconciliación de David y Absolón.
Rembrandt. 1642
La religión en la que me criaron, a la que pertenece una gran parte de mi familia y de las personas que conozco, promulga, cada semana, en ese ritual denominado eucaristía o misa dominical, "la paz esté con vosotros y con vuestro espíritu" y, en un acto simbólico, la gente que asiste a la parroquia, capilla o iglesia, se da un apretón de manos o un abrazo como señal de paz, de reconciliación.

Estas dos palabras habían sido hasta hace unos años, para mí, valores meramente subjetivos, humanos, infundidos, en mi caso, por la religión y por la educación escolar, que tenía asignaturas como ética y valores o religión. La paz era perdonar, reconciliarse con el otro, no maltratarlo. Una cosa en la que insistía mi mamá era que no tenía sentido ir a la iglesia, comulgar y salir a "hablar mal del prójimo".

Hoy, las palabras paz y reconciliación han tomado otro tinte en el diálogo cotidiano. Se volvieron conceptos políticos y van más allá de una paloma, un apretón de manos o la condición íntima del ser o el espíritu. Hoy la paz se negocia, tiene condiciones, depende de voluntades. Y de una de las voluntades de las que depende es la de los votantes. Sin embargo, hay quienes, aún criados en esta misma religión, la que promulga el amor, la paz, la reconciliación, el "poner la otra mejilla", no están dispuestos a abrirle el camino a esa paz; en algunos casos, no quieren siquiera ponerse en la tarea de comprender qué sucede en estos diálogos. Es suficiente para ellos con saberse parte de un bando y que existe otro en contra al cual es necesario derrotar.

"No con conversaciones sino pagando con su muerte el infame podrá resarcir la muerte del mártir", pronuncia Anna Pávlovna en las primeras páginas de Guerra y Paz. Esta frase, traída desde el siglo XIX puede ser traducida en expresiones que escuchamos diariamente y que no le dan lugar a la vía de la negociación para terminar el conflicto. Somos sangrientos, preferimos derrotar al enemigo hasta la humillación, sin importar lo que nos llevemos por delante: civiles muertos, territorios arrasados, devastación económica, huérfanos, viudas, viudos, escuelas convertidas en fortines militares, niños y niñas robados de sus hogares u obligados pero, en todo caso, reclutados a la fuerza. Tantas pérdidas.

De quienes están en contra del proceso de paz no me sorprende tanto la capacidad de repetir discursos que parece que no se agotan: "le están entregando el país a las Farc", "se están gastando nuestro impuestos de paseo en La Habana", "el congreso se va a llenar de guerrilleros". Me ha sorprendido más el deseo de guerra. "Yo sí quiero la paz, pero no esa", es otra expresión corriente. ¿Pero cuál es su propuesta de paz entonces, cómo lograrlo en el corto plazo?. No, no hay respuesta. La única vía es la confrontación armada, la guerra, la muerte del enemigo y, de paso, de unos cuantos amigos.

Me pregunto constantemente qué es lo que opera en estos seres; qué pasa por sus cabezas o qué se mueve en sus corazones. Recuerdo con vergüenza la muerte de Raúl Reyes en 2008. Creo que la forma en la que fue acribillado es, en definitiva, consecuencia del juego que estaba jugando: la guerra. Sin embargo, los carros pitando en tono de celebración, como si de un triunfo de la Selección Colombia se tratara; personas bebiendo con el orgullo que les produjo dicha operación militar, la celebración de la muerte, ese recuerdo es una muestra del desquicio al que nos ha llevado la guerra.

Un deseo de venganza enquistado, una necesidad de pertenecer al bando de los "buenos", de los "vencedores", una imposibilidad para contemplar la posibilidad de una sociedad reconciliada. Y claro que aquí juega de local la desconfianza, esos son los seres que ha construido la guerra. Uno de los miedos está puesto en que la guerrilla retome sus formas de lucha, que vuelvan las épocas del terror tras la firma y refrendación de un acuerdo. Y es normal la inquietud: si hay firma y luego una voladura de torres, ¿cuál fue la paz que firmamos? Pero ahí está el reto como sociedad: recuperar la confianza. Seguro tendremos que encontrar formas y mecanismos para hacer justicia con quienes aun tras el acuerdo insistan en perpetrar el conflicto; de hecho, los acuerdos contemplan penas que seguro no se acompasan con el daño que han hecho, pero que, como de una negociación se trata, habrá que ceder. 

Sin embargo, yo sigo creyendo que vale la pena darnos una oportunidad como país. Yo, también tengo miedo. Ese mismo: que los acuerdos se queden en un papel firmado y sean las Farc las que le incumplan al país. También tengo miedo de que comiencen a desaparecer líderes de izquierda, o a aparecer asesinados, que los guerrilleros que se acojan a las condiciones del proceso sean víctimas del odio de los "buenos" y también resulten muertos en una nueva guerra. Y que la paz sea un negocio para los poderosos, sea la vía de entrada para multinacionales que, de manera perversa, también han contribuido a la perpetuación de esta guerra, que la paz sea la ruta para seguir vendiendo y empeñando el país. Sí, el proceso y sus resultados también me generan miedo.

Y a pesar del miedo, sigo creyendo que la mejor forma de hacer justicia con un país desquiciado por tantos años de guerra es apostarle a una transformación política profunda y sesenta años nos han demostrado que las armas no cambian nada. Es hora de reconocer que el conflicto armado nos ha enloquecido, nos ha vuelto violentos en el discurso, nos ha impedido reconocer al que piensa distinto, nos ha llevado a legitimar el dolor ajeno como un mal necesario para vencer. Me encanta que la paz se nos haya vuelto tema de conversación: en la familia, en los grupos de amigos, grupos de estudio, medios de comunicación, foros, plenarias, seminarios. Prefiero la paz en la agenda pública y cotidiana, porque soy partidaria de que, en definitiva, creer en este proceso nos otorga el derecho a soñar con otro país. Y eso ya es una ganancia, un avance. 

Hay un riesgo, otro asunto que da miedo, y es cómo comenzarán a aflorar las otras guerras, las que no ocupan de manera tan determinada los medios de comunicación. Y como sociedad belicosa que somos, seguramente nos tendremos que inventar otro enemigo, armarlo a la medida de nuestras necesidades. Ese será otro capítulo de la historia. Por lo pronto, como los Montesco y los Capuleto de la pintura de Leighton, será mejor reconciliarnos sobre los muertos que ya tenemos y no esperar a producir más muertos para desear que la paz esté con nosotros.

La reconciliación de los Montesco y los Capuleto sobre los
cuerpos muertos de Romeo y Julieta. Frederick Leighton. 1855.