1.20.2011

Escuchar el barrio

Por estos días es ya un año de vivir en el nuevo barrio. No tan nuevo para nosotros, pues desde que recuerdo, es aquí, justo en el segundo piso, donde visitamos a mis abuelos. Y es en esta casa donde vivieron mis primas hasta su adolescencia y donde yo pasé muchos fines de semana y días de vacaciones. Sin embargo, del barrio no sabía mucho. Y lo poco que hoy conozco de esta cuadra se ha configurado a través de los sonidos que percibo.

Supongo que lo que sucede en Guayabal no se diferencia mucho de las dinámicas sonoras de la mayoría de barrios de Medellín, al menos de estrato 4 hacia abajo y por fuera de los edificios y unidades cerradas: construcciones, vendedores ambulantes, rumores, niños, partidos de fútbol y vehículos que hacen temblar las puertas con su paso por calles viejas y agrietadas.

Entre los constantes están el carro del vecino, un motor ruidoso que debe calentarse minutos antes de comenzar la jornada; el vendedor de frutas, que me sorprendió cuando descubrí que era una vendedora; los gritos de una vecina, la misma; esos, diría yo, son los sonidos que día a día trazan el paisaje sonoro de la cuadra en la que vivo. Y la música. comunes son la salsa romántica (música insulsa, molesta, empalagosa, chillona) cuyo volumen me despierta; el reguetón (dónde no), la 'música de planchar' y a veces los vallenatos.

¡Ay, la música! Ese ha sido el principal enemigo del silencio, del buen sueño, de la concentración. Aunque es injusto decir que ha sido la música. Ha sido el volumen que puede explotar un martes, un jueves o un sábado. Que puede explotar a la 1 de la mañana, cuando ya el barrio, excepto ellos, está dormido.

Y detrás de la música y de los sonidos cotidianos, están los personajes que los producen. Las caras que no he visto pero que imagino. El vendedor de limones: “docena de limones a mil”; el señor del negocio misceláneo: “estuches para el control remoto, cortaúñas, encendedores para estufa de gas”; el vendedor de morcilla, que pasa los fines de semana ofreciéndola para el desayuno y una aparentemente nueva: “forros para lavadora” parecía cantar una mujer, y su voceo, en principio, sonó como el canto de las mujeres negras, como un alabao.

Claudia vive en la casa del frente y hace empanadas en la tienda del lado de mi casa. Habla duro. Grita. Cuando está en su casa le grita a los de la tienda; cuando está en la tienda, le grita a los de su casa. Fue ella una de las partícipes del diálogo que tanta risa me causó:

- ¿Tenés una bomba de esas para ‘destaquiar’?
- Nada, la que me la prestaba era Adriana (nombre modificado porque no pude escucharlo bien)
- Ah, ella era la que me la prestaba a mí también…
- Nos quedamos sin bomba. Estamos embalados.

También fue Claudia la protagonista de la historia de aquel muchacho que salió para un partido de fútbol en el mes de octubre y que no regresó esa noche, pues hubo disturbios y andaba indocumentado. De eso me enteré en una noche de estudio, de esas en las que hay que seguir derecho para alcanzar a enviar un parcial antes de salir para el trabajo y que en esa oportunidad se vio perturbada por la crisis de la vecina y el muchacho que no aparecía.

El día en este barrio transcurre tranquilo, incidentes como los de esta semana son extraños: alguien se robó un celular, lo persiguieron, lo aporrearon, los vecinos salieron, llegó la policía. Eso es un suceso extraño. No es como era hace 20 años, cuando alias Chirusa, un mando medio del cartel de Medellín, llamado Fabián Tamayo, vivía diagonal a la que hoy es mi casa. Ya son varios los taxistas que me han contado que por aquí ni se podía pasar, que la zona estaba controlada, que los hombres armados (bien armados) eran paisaje. Historias macabras existen, pero son ya rumores, “mitos urbanos”, sonidos viejos que para mi fin, hoy no vienen al caso.

Repito entonces que el día en el que comencé a escribir, el día en el que estoy terminando, cada día, en este barrio, transcurre en relativa calma: un reguetón a lo lejos, un vendedor ambulante cada hora, diálogos y palabras que se entrecruzan de un balcón a otro, un carro, un partido de fútbol semanal, niños jugando. La cotidianidad de la vida del barrio que se oye, que se comprende también por la manera en qué suena.