10.31.2007

Me gustaba mucho... ser niña

Hay algunos pasajes de mi niñez que recuerdo como los más tristes y crueles de aquellos años. Por ejemplo, una noche en la que lloré desesperadamente después de ver Disney World on Ice, pues tenía la certeza de que nunca más los iba a tener frente a mis ojos. Por ejemplo, las advertencias de mi mamá: si sacaba las manos por la ventanilla del bus un carro pasaría y me arrancaría el brazo; si me comía las ‘pepas’ de las naranjas me iba a crecer un árbol en el estómago cuyas ramas saldrían por mis oídos y fosas nasales; y lo más importante, si no me portaba bien, el Niño Dios no iba a traerme nada en navidad. Esa fue la crueldad que conocí de niña. No le tenía miedo a las balas, ni a la muerte, ni a la soledad, ni al desarraigo y menos, menos, a las bombas y petardos.
Pero una noche, a eso de las siete, un noticiero me robó esa inocencia del miedo infantil, del miedo a los monstruos que se esconden en los armarios, a la oscuridad, a las brujas… esa noche comencé a vivir mi vida con miedo, conociendo ya la atrocidad descarnada del mundo en el que me había tocado vivir.
A Bogotá llegaba un espectáculo de esos que yo tanto había disfrutado y que tanto me había hecho sufrir. Una familia fue en busca de las boletas, sin saber que su carro había sido usado por manos destructoras, malvadas, dañinas: carro – bomba. La nota de televisión fue muy explícita: la niña se quedó a esperar a sus padres y hermano dentro del carro, y en esas el vehículo explotó. El cuerpo de la niña fue hallado completamente desprendido de su cabeza. Lloré, lloré como nunca. Ese día entendí que la maldad existía más allá de una bruja con una aguja de rueca o una manzana envenenada. Esa fue mi bienvenida al mundo real.
Ayer reviví ese horror de ser niño y vivir a merced de las balas, los petardos, los grupos al margen de la ley, la violencia.
Me gustaba mucho tu sonrisa es el nombre de un libro que recoge textos de niños de las comunas 1, 8 y 13 de Medellín. Niños víctimas de la violencia reciente que se ha configurado en los barrios, y que desde sus pequeños seres, la viven y la sufren tanto o más que cualquier adulto involucrado.
Leidy pide que sus padres mueran naturalmente; a Juliana y a sus compañeros les tocó agacharse en el salón de clases para no ser tocados por la balas; en el colegio de Yeison, un partido de fútbol es fruto de choques entre los niños, que desde ya dejan ver sus rasgos violentos; Juan, un chiquito que apenas sí sabe modular, sólo pide paz. Algunas de las palabras de miles de niños de este país que desde siempre han tenido que entenderse con la violencia de tú a tú.
Pero además de esas palabras que sacan lágrimas, pude ver una obra de teatro de dudosa calidad artística y gran sentido ¿social? Un grupo de jóvenes de la Comuna Trece nos hizo vibrar con el estallido de las balas de encapuchados, que ellos representaban. Luego, el atraco en el bus, la muerte de amigos, familiares, conocidos. La muerte del que pasaba y recibió la bala, la muerte de la hermana de, por ser la hermana de, la muerte en la esquina, al frente de las casas, el susto bajo las camas, la negación del futuro. Dice uno de los improvisados actores: “Le cambio eso que llaman futuro por una oportunidad en la vida”.
Locombia
Esta es la historia de un país llamado Locombia. En él vivían personas muy violentas, estaban tan locos que los niños no podían salir de sus casas porque los adultos estaban muy ocupados matándose entre ellos mismos. Y hasta había veces que les pegaban, y otras abusaban de ellos, y así estos niños se iban volviendo adultos locos y agresivos como todos los habitantes de Locombia.
Esas son las palabras de los niños que, de cuenta de la guerra, han vivido una niñez tan atropellada como esas lecturas mal hechas. Una niñez sin pausas. Y vuelvo y pienso que los niños no deberían estar hablándome a mí, que soy adulta, de la violencia y del dolor que ya los tiene marcados.
Tristemente, hasta ahora, sólo he encontrado esto
Sobre la foto: La tomé en Belén Altavista, un corregimiento de Medellín. Los gallos son otras víctimas de esa enfermedad humana. Somos violentos por naturaleza, y a la naturaleza la vamos obligando a serlo.

10.22.2007

Cuánto vale una canción

Abro la página de la Sociedad de Autores y Compositores Colombianos, -Sayco- y me encuentro en el primer pantallazo las palabras HONESTIDAD y COLABORACIÓN, así, en mayúsculas, como obligándonos a verlas. La semana pasada, por primera vez, me enfrenté a la honestidad y la colaboración de esta sociedad privada que según cuentas, sólo busca llenarse los bolsillos a costa de la música y el talento de los artistas colombianos.


Claudia Gómez y Pilar Posada dos artistas paisas, de talento inigualable, compositoras, intérpretes, con unas voces que logran erizar la piel, se unieron a la campaña de un candidato por la Alcaldía de Medellín, con una presentación artística de seis canciones.

Desde el principio aclararon que sus canciones no estaban registradas en Sayco, y que nunca han recibido un solo peso por parte de la sociedad, sin embargo, y a pesar de que las mismas autoras lo aseguraban, por reglas y trabas que siempre se imponen, había que llevar una carta a Sayco, para pedir un permiso del que dependía otro permiso, del que dependía el contrato en el teatro Metropolitano.

Y así fue la historia:

Pasadas las cinco de la tarde de un martes, llego a las instalaciones de Sayco en Medellín. La funcionaria encargada no está (en horario de oficina), la secretaria, muy amablemente, me dice que no está y que ella y sólo ella puede recibir la carta, que nadie más puede firmarme un recibido, y muy amablemente me dice que la espere, que se demora, pero que regresa.

Muy amablemente esperé yo 20 minutos, que representan mucho tiempo, si uno piensa en los muchos permisos que hay que diligenciar para hacer cualquier evento. La encargada no llega. Vuelvo cinco minutos antes de las seis de la tarde. La encargada no llegó.

Miércoles, 8:05 a.m., amablemente se me informa que la encargada no ha llegado. 9:00 a.m., se repite. 10:00 a.m., llegó la encargada, me recibe la carta, me firma el recibido y me dice que al día siguiente puedo averiguar el monto que debo pagar por los derechos de autor de las compositoras. Anoto que el día siguiente es jueves, el evento es el sábado y el trámite de Secretaría de Gobierno puede tardarse dos días hábiles. Nada se puede hacer al respecto.

Al día siguiente, jueves, llamo, no hay respuesta, me piden llamar en “media horita”. Repito la llamada sucesivas veces, y la única respuesta que encuentro, con mucha amabilidad es que llame “en media horita”. Sólo una persona en Medellín puede liquidar (decir cuánto es) y esa persona está muy ocupada como para cumplir sus funciones. El jueves a las 6:03 p.m. hago la última llamada del día, y aquella funcionaria que no he encontrado ni el martes, ni el miércoles en horario de oficina, me dice que ya no me puede atender, porque ya se acabó su turno de trabajo. Pequeña muestra de amabilidad de los funcionarios de Sayco.

El viernes en la mañana comienza la carrera contra el tiempo.

A las 8:30 a.m. la amabilidad que ya he conocido en Sayco, me anuncia al otro lado de la línea, que debo pagar poco más de dos millones de pesos para poder realizar el evento.

¿DOS MILLONES DE PESOS? Sí, dos millones, porque al parecer hay una canción administrada por Sayco. ¿Cuál canción es?, si es necesario, la sacamos del repertorio. Nadie sabe, desde Bogotá solo envían esa información. Explicamos una y otra vez que las canciones son de autoría de las intérpretes y que ellas nunca han registrado en Sayco. La respuesta que recibo es simple y amable: -Revise bien la carta, ahí hay una canción que administramos- Respondo: -Yo sé lo que hay en la carta, yo la escribí-, y la amabilidad que los caracteriza me dice: -Entonces fíjese en lo que escribe-. Como soy incapaz de soportar tantos malos tratos de una funcionaria negligente, sólo digo que gracias y cuelgo. Son ya las once de la mañana, y este es el resumen de tres o cuatro conversaciones con la amable funcionaria que representa la amabilidad de la que habla la página web de Sayco.

Tengo una sospecha: una de las canciones que aparecen en el repertorio tiene letra de Alfonsina Storni, la poetisa argentina. Sí, unas cuantas llamadas a Bogotá, me confirman la sospecha. Listo, la sacamos del repertorio, por las demás no nos cobran, pero sólo esa canción vale dos millones de pesos (cada que menciono la cifra alguien abre mucho los ojos). Ahora ¿qué hacemos?

Ir a Sayco, con una nueva carta, que ya no incluya la bella poesía de Storni, musicalizada por Pilar Posada. Llego a las 3:00 p.m. del viernes (en Secretaría de Gobierno está uno de mis compañeros, esperando la carta firmada, esta oficina la cierran a las 4:00 p.m. los viernes) y, sorpresa, las amables funcionarias de Sayco ya salieron de su lugar de trabajo y no regresan hasta el lunes.

¡POR FAVOR! ¡SON LAS TRES DE LA TARDE!

Hago decenas de llamadas, al jefe de campaña, a la Secretaría de Gobierno, al Director Nacional de Recaudos de Sayco, a celulares que no responden, a celulares que se apagan, y nuevamente al uno y al otro, y al otro. Parece que no hay respuestas, parece que no hay esperanzas, parece que en Sayco, ni aquí ni en Bogotá, queda una persona responsable que pueda sellarme una carta.

Desde la Secretaría me piden entonces una carta de alguien que se encuentre en esas oficinas, certificando que desde las 3:00 p.m. estuve en el lugar a la espera de su amable atención. La secretaria, esta vez de manera amable, hace la carta, con el susto propio de quien hace quedar mal a su jefe, me la entrega, tomo un taxi, llego a la Alcaldía, ya no puedo entrar, son las 4:10 p.m., mi compañero baja, recibe la carta, sube corriendo, y no, no podemos hacer nada, no hay permiso.

Llueve en Medellín, y yo veo cómo dos semanas de esfuerzo y trabajo se pueden ir a la alcantarilla por culpa de un par de funcionarias que decidieron dejar de trabajar a las tres de la tarde. Recuerdo con enojo qué en Sayco pregunté -¿si hubiera pagado los dos millones, y estas señoras no están, hubiera perdido esa plata?-. La respuesta fue que sí.

Espero, me mojo, me desespero, y llega mi compañero. No hay permiso. Pero hay una solución. Si Pilar y Claudia van al otro día a primera hora a una notaría para autenticar sus firmas, es probable que el funcionario de la Secretaría de Gobierno nos pueda ayudar. Y nos tendrá que ayudar, porque el evento está montado, los invitados van llegando, Pilar y Claudia ya fueron a la Notaría, yo con pena, y ellas con ira, sí, pero fueron, autenticaron y ya están paradas en el escenario, con sus guitarras y sus voces, conmoviendo a los asistentes, regalando sus canciones.

Soy afortunada por no haber tenido que seguir el proceso también con Acinpro, pero mi desazón es cada vez mayor cuando pienso en lo que cuesta que un público emocionado, ovacione a sus artistas y griten ¡otra, otra! Y que el dinero que recauda Sayco, dizque para los compositores, tal vez se vaya directo a la cuenta de Storni… al fondo del mar, porque estas cantantes, que conocen su letra, y que se la han apropiado de la mejor manera para llevarla a muchos oídos en forma de canción, hasta hoy no han visto un solo peso, ni por esta ni por sus demás canciones. Digo esto para no hablar más de su honestidad.

10.10.2007

Episodios: libros

“Alejandra: Este regalo no tiene nada que ver con nuestras conversaciones 'peleadoras'. Por favor no lo relacione. No lo interprete como que yo quiera reivindicarme con usted.
Mejor asúmalo como una ofrenda a todo lo hermosa que usted es y a su risa. Sepa que yo le amo y este libro quiero que usted lo tenga sólo por eso.

Fdo B.”

Si tuviese que elegir un solo lugar para pasar el resto de mi vida, no dudaría en escoger una librería. No es secreto que me gasto los remanentes de mi sueldo en libros, que es el objeto en el que pienso siempre que voy a dar un regalo, que tengo tantos que ya no los puedo acomodar, que siempre cargo dos o tres en mi bolso (uno académico, otro de literatura y otro de periodismo o, en su defecto, una revista) y que pienso pasar mis últimos años leyendo lo qué no alcance a leer por estos días agitados.

Qué sensación encantadora me produce ver los inmensos estantes a reventar, husmear los que mi estatura alcanza, olerlos un poco y manosearlos cuando la prudencia no me alcanza. Me gusta imaginar lo que se esconde entre páginas, ¿de qué hablará por ejemplo Los límites en la femineidad de Sor Juana Inés de la Cruz? En internet dice que es un estudio que “analiza los límites y posibilidades que confirieron, en el campo literario, la condición femenina de Sor Juana y la recepción de su obra hasta el siglo XX.” [1] No sé si algún día éste llegue a mi biblioteca.


Adoro los libros de arte, y siempre que los hojeo y paso mi vista rápida sólo puedo imaginar lo qué me causaría tener en frente una obra original de Goya, de Delacroix o de Dalí. Sólo tuve una vez en frente a Rembrandt, claroscuros impecables que impresionaron mi retina, y aún no han desaparecido. Pero sé que el día que vea a Goya, que sepa que fue su mano la que pasó por la superficie que tenga en frente… pero hoy se trata de libros, y no de pintura.


Otra sensación que me acompaña desde hace algunos años, es la que me produce pensar que desde pequeña, cuando leí por primera vez las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe, Bola de Sebo de Guy de Maupassant, Del amor y otros demonios de García Márquez o Colombia Amarga de Castro Caycedo, los escritores eran personajes difusos, casi irreales, existían sólo a través de su libro. Pero hoy, al llegar a una librería, veo a Juan José Hoyos, a Héctor Rincón, a Pablo Montoya, a Juan Carlos Garay, en fin, amigos, profesores, conocidos, que también son escritores y que existen más allá del papel.

Pero aún con lo inquietantes que me resultan ciertas librerías, como la Científica
, que queda en Boyacá, y a pesar de que preferiría vivir en una de esas, no puedo evitar pasar por un lugar escondido del centro de Medellín, que despierta todos mis afectos.

En el Pasaje La Bastilla, un paso peatonal que hay entre Ayacucho y Pichincha, una cuadrita abajo de Sucre, está el Centro de la Cultura y el Libro. Una serie de locales estrechos en los que se ofrecen casi toda clase de libros. Los escolares se mueven mucho a principio de año, los compras o los vendes. Ejemplares como Anthony de Mello y Paulo Coelho también tiene acogida entre el público lector que visita este lugar. Best sellers y novedades editoriales también se ofrecen a costos moderados o a bajos costos, hay para todos. Por ejemplo, ese libro nuevo, el que escribió Virginia Vallejo, esa mujer frustrada que ya no sabe que más hacer con su vida y se dedicó a destapar ollas podridas, así éstas no contengan nada, se puede conseguir en el Pasaje la Bastilla, hasta por diez mil pesos.

Cuando uno va caminando, los afanosos vendedores te preguntan, te ofrecen, te venden, abunda la piratería, que, cómo suele suceder con gran parte de los delitos del país, es ignorada. Los precios no se deben sólo a los segundazos que allí se consiguen, muchos, muchos de los libros son piratas. Es más, cuando preguntas por un título, ellos preguntan ¿Pero va a llevar el original?


Pero entre tantos piratas, Cohelos, Vallejos (no confundir) y Mellos, en el segundo piso, en un local que parece aún más pequeño que los demás, Capote, Mishima, Miller, Dahl, Nietzsche, Calvino, Yourcenar, Peri Rossi, Saramago, Cortázar y tantos otros que apenas asoman tímidamente sus lomos, entre tanto y tanto que hay para leer, descansan de grandes librerías y antiguos dueños.


Un hombre que saluda y referencia cada uno de los textos que vende, que hay que decir que son tan baratos como más no se puede, guarda en sus estantes tesoros literarios, relatos, lecciones, trucos, una foto con un candidato a la alcaldía, y guarda, sobre todo, la certeza de que el libro que uno necesita o que uno desea “en estos días cae”. Así como cayó uno de los más preciados que ha llegado a mi pequeña biblioteca, El Nombre de la Rosa de Umberto Eco, RBA Editores, pasta dura, diez mil pesos, venía incluso con dedicatoria:

De un tal Fdo B., para una tal Alejandra.

Fotografía de DJVue en Deviant Art

10.08.2007

Carabobo

Había olvidado ya cómo era Carabobo hasta el 30 de septiembre de 2005, último día en que la ciudad vio una de sus principales vías como la suma de buses y taxis, con smog, ruido, transeúntes, vendedores informales y comercio organizado.

Recordé este escenario a través de unas fotografías que se exhibieron en el primer aniversario de la inauguración del Paseo Peatonal Carabobo, que hoy va desde San Juan hasta la Avenida de Greiff. Los límites del Carabobo peatonal los marcan dos patrimonios: los edificios Carré y Vásquez, al sur, y el Museo de Antioquia, en el extremo norte.

Cuentan que en el destape de las calles, al comenzar las obras, se encontraron redes de servicios públicos y tubos y más tubos que ni siquiera aparecían en los planos oficiales. Carabobo había sido construida sin mucha planificación, y para el 2005 era una avenida que podría incluso ser peligrosa por el desorden que imperaba bajo la superficie.

A todos nos incomodaron las obras, el polvo, la congestión. Cada cruce con Carabobo era un verdadero caos para vehículos y peatones, y nadie entendía cómo se podía sacrificar a la ciudadanía que día tras día dependía de esta ruta para llegar a su trabajo. Sí, durante el 1 de octubre de 2005 y el 26 de octubre de 2006, Carabobo y todas las calles que con ésta se involucraban eran un caos.

Cerca de la fecha de inauguración comencé a ver en el metro la invitación que decía “Ven a Carabobo”, en colores llamativos que nada tenían que ver con esa escala de grises que allí se veía y respiraba un año atrás. Ahora, todos querían ir a caminar por Carabobo. Y aquí estoy parada.

Cuando hasta hace algunos años el desarrollo se notaba en las grandes avenidas, de circulación rápida, los intercambios viales y las glorietas, hoy el desarrollo está marcado por la mirada hacia el ciudadano, más que a su vehículo; y Carabobo, para mí, fue la primera muestra de la relevancia del peatón en la ciudad, pues ha debido ser traumático cerrar una vía que desde finales del siglo XIX se había constituido como el eje norte – sur de Medellín, todo para permitirle a la ciudad caminante un espacio apropiado para su circulación.

Y a pesar de la transformación, Carabobo conserva su esencia, representada, entre otros aspectos, con el Palacio Nacional, que desde 1925 hace parte del paisaje del centro de Medellín, y que para la época generó las críticas y reservas propias de todos los cambios: qué muy costoso, qué muy oscuro, qué la ciudad no lo pedía, pero ahí está, es monumento nacional y caracteriza el paso por Carabobo.

Así mismo, para esa época, Carabobo era ya una importante zona para la economía de la ciudad, a partir de la creación de una plaza de mercado y el intenso movimiento del sector de Guayaquil. Hoy, el número de centros comerciales (entre los que se cuenta el mismo Palacio Nacional), los almacenes de diversos tamaños y formatos y dedicados a cualquier tipo de productos, sumados a los vendedores informales y a los compradores itinerantes y habituales, siguen haciendo de Carabobo uno de los sectores de mayor movimiento comercial en el centro.

Hoy, Carabobo es para caminar, para sentarse a conversar o a leer, para 'vitriniar', para enamorarse, para comprar, para ir despacio, para saludar. Es un espacio transformado que cuenta incluso con adoquines exclusivos y las Luminarias de Carabobo, unas lámparas que también se diseñaron para este paseo peatonal.

Desde que comienza –o termina–, en la Plazoleta de las Esculturas, Carabobo tiene vida y tiene sueños. Allí, los fotógrafos expertos en retratarte con las esculturas del maestro; las esculturas vivientes que representan esclavos negros, cafeteros antioqueños o estatuas de quién sabe dónde pintadas de cobre o dorado, con las gotas de sudor detenidas sobre tanto maquillaje; vendedores de tinto preparado en agua de panela, vendedores de gafas, de chécheres como tiritas para el brasier o de revistas y periódicos.

Llegando a Boyacá, prostitutas que colonizaron el atrio de la Veracruz parece que desde siempre, vendedores de novenas, estampitas y camándulas. Cruzas la calle y siguen los vendedores, aquí de frutas y de sandalias y allí de artesanías varias. Llegando a Colombia, parado frente a entidades bancarias y edificios destinados a la educación, uno de esos que no están concientes del delito que cometen al vender unos pajaritos pequeños y graciosos. Más adelante, los toldos de artesanías que ya se han vuelto costumbre en Carabobo, y así, hasta San Juan, este es un recorrido por la idiosincrasia del rebusque, que ha convertido a Carabobo en una vía a la medida de Medellín.

Sin embargo, con centros culturales como los edificios que menciono como los límites del Paseo, Carabobo también nos invita a redescubrir la ciudad y salir de ese paradigma del paisa y el medellinense en el que seguimos parados, a pesar de los esfuerzos.

Tal vez a Carabobo le hace falta un bar, un café o un buen restaurante, o, mejor aún, los tres. Y qué tal si a eso se le suma mayor movimiento artístico, películas, obras o conciertos que se presenten con cierta periodicidad, de manera tal que los habitantes nos acostumbremos. Indudablemente, más seguridad y acuerdos con los transpotadores también son elementos claves para lograr que Carabobo tenga más actividad nocturna.

A pesar de la vida y los colores de Carabobo diurno, es un desperdicio que sus Luminarias sólo tengan compañía hasta las ocho de la noche; pues pasada esa hora, los almacenes cierran sus puertas, los trabajadores regresan a sus casas y los adoquines ya no están protegidos por los pies de los ciudadanos. Carabobo queda solo, y nosotros nos lamentamos porque en el centro no hay nada que hacer. Las noches deshabitan esos nuevos espacios de ciudad, que permanecen inmóviles hasta que comience a nacer el día, y el ciclo se repita.

Vea imágenes de Carabobo