8.23.2009

Un viejo caricaturista a través de la ventana


Esa figura quijotesca, larga, delgada y hasta desgarbada se mueve lenta entre su mueble y su biblioteca. Es alto, cerca de ciento ochenta centímetros que casi se pegan al techo del ático en el que permanece. Su cara es alargada, su cabello no tan corto es blanco y desordenado. Su frente es ancha y aunque las orejas son grandes, se encuentran bien pegadas a los costados de su rostro. Los lentes grandes y redondos, de marco negro, le dan fuerza a unos ojos rodeados por gruesos pliegues de piel, señal de los ochenta y tantos años del viejo caricaturista Obregón. La barba, entre gris oscura y clara, le cubre la mitad del rostro. Al teléfono, don Elkin Obregón confunde, pues su voz es mucho más joven que su imagen.

Sus dedos largos sostienen siempre un cigarrillo rubio, de filtro color marrón. Apaga uno y enciende el siguiente hasta que las últimas horas de la noche lo obligan a quedarse dormido. Después de las siete de la noche, acompaña los cigarrillos con aguardiente, y mientras habla, ríe y reflexiona, bebe el anisado llevándolo también con lentitud hasta su boca. Fumador y lector empedernido, gran contador de historias, afable en el trato con los demás, que siempre lo visitamos, pues ya no sale de su casona en el centro de Medellín.

Desde una calle en el centro de Medellín, a través de la ventana enrejada de un segundo piso, detrás de una fachada amarilla, se ve esa figura quijotesca, larga, delgada y hasta desgarbada que se mueve lenta entre su mueble y su biblioteca.

8.12.2009

El bus

Primera versión de la segunda tarea. Para efectos académicos, tengo ahora la obligación de editarme y dejar un texto de 3000 caracteres. Pero para efectos personales, acá va el relato completo.
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Con dificultad, la señora de falda verde y blusa de flores sube las dos escalas, pasa la registradora, se molesta un poco porque no encuentra las monedas para completar el pasaje, toma asiento, saca la monedera, toma los trescientos pesos y se los entrega al conductor. Mientras eso sucedía, ya la buseta había parado un par de veces más. El señor de la esquina lleva una tula de la que se desprende el olor de su almuerzo; el pasaje completo lo lleva en la mano y rápidamente lo entrega y pasa la registradora, camina hasta el último asiento y va dejando en el aire, tras él, el rastro de las papas y la carne recién cocinada. El otro fue un joven de cabello ondulado, que seguramente dejará el autobús en la universidad, morral al hombro y una carpeta de cartón. Más adelante, en la cuarta parada, recoge una joven que además de su cartera, lleva en la mano una bolsa de papel, como de almacén de ropa; pantalón, tacones y camisa de botones, cabello cepillado y maquillaje notorio. Para ese momento ya todos los puestos tienen ocupante y ella es la primera viajera que irá de pie hasta su destino que, como el de casi todos, es el centro de la ciudad, al que llegará después de unos 40 minutos de recorrido, si no hay congestión en la autopista.

Al bus ya no le permiten decoraciones personalizadas. Quedaron atrás los tiempos de vírgenes y santos, calcomanías de Bart Simpson y de mensajes maliciosos, de fotografías de la novia, la esposa o los hijos, que así lucían los buses hace algunos años.

En el bus suena música a alto volumen, muy alto. El joven universitario, por ejemplo, no logra escuchar solo la música de su reproductor, así le suba él también todo el volumen, porque su música de Radiohead se confunde con el vallenato, a veces, otras, la mayoría, con guascas y rancheras que el conductor deja sonar desde su pasacintas, y como en cantina, los altoparlantes son cuatro o seis y se dividen a lo largo del bus, haciendo que la música retumbe en cada asiento.

Sobre las cabezas de dos de los viajeros cuelgan pantallas que emiten pedazos de la programación de un par de canales nacionales, fragmentos desasociados mezclados con largos comerciales de cinco productos, entonces las imágenes que pasan por esas pantallas se repiten una vez y otra y otra, hasta el final del viaje. Para complementar el ambiente, ese sonido se mezcla con la música o las noticias o el programa de variedades de la radio del conductor.

Mal contadas, 23 personas están de pie, se sostienen de los tubos, se recuestan en las puertas, es difícil ahora para aquel que timbró, bajarse del vehículo, porque “la registradora no devuelve, manito, la salida es por la de atrás”. Y ese viaje desde el puesto delantero hasta la puerta trasera del bus, se hace larga para él e incómoda para los demás, que se ven atropellados y se abalanzan sobre los que están sentados intentando abrir paso para él.


El destino está próximo. Muchos se han bajado pero otros tantos han subido. El bus no parece estar más vacío que hace 30 minutos. Siguen de pie, apretujados, recostados el uno sobre el otro, cuidando sus pertenencias. Una de las paradas principales: la universidad, el bus queda con pocas personas de pie. Todos los asientos ocupados, todavía.

Un par de argentinos, reconocibles por su acento, le piden al conductor que les permita cantar. Se suben. Llevan una guitarra pintada con arabescos verdes brillantes, ambos visten pantalón, saco, tenis y corbata de colores; saludan y cantan, cuentan su historia, mochileros, vienen desde hace un año por toda Suramérica, no se quieren ir de Colombia, ojalá encontraran novia acá, qué bello país, qué linda gente. Un par de chistes, risas generales, otra canción, aplausos, la despedida. Federico, que así se llama el de los ojos claros, pasa por los puestos con un sombrerito de lana recogiendo las contribuciones. Horacio, el más simpático se despide y agradece.

El timbre suena, pero allí no se pueden abrir las puertas. El semáforo cambia de rojo a verde y el bus gira a la izquierda. El viaje está a punto de finalizar, allí está el “paradero”, la terminal. Un despachador espera para marcar la hora de llegada. El vehículo se detiene, todos se levantan y descienden, por la de atrás.

8.10.2009

La primera tarea

Comencé un curso de periodismo narrativo en la Escuela de Periodismo Portátil, con Juan Pablo Meneses. Aquí está mi primera tarea, y aunque generalmente cada quien termina hablando de sí mismo, qué difícil labor es dedicarse a escribir un perfil propio, un autorretrato, una narración en la que es uno es protagonista. Espero seguir publicando en este blog cada uno de los textos que de esta nueva experiencia resulten.
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La imagen se traslada de la cámara a la pantalla, pasa por un delgado cable y se instala en el disco duro, un doble clic me permite apreciarla en detalle: cabello rojo y desordenado, a la altura de los hombros, si se le mira de frente. Ojos pequeños, color miel oscuros, piel blanca con pequeñas marcas, resultado de una alergia dermatológica que aunque se intentan disimular con maquillaje, no pueden huirle a una luz poco benévola. Mejillas nutridas, nariz prominente con pequeñas pecas y una boca algo gruesa para su tamaño. Más o menos ese es el resultado del autorretrato que acabo de tomar. Una fotografía sin esfuerzos dramáticos, en la que me quería ver tal como soy.


Pienso en mí con una cámara cubriéndome el rostro mientras obturo y obturo para guardar instantes que no quiero perder. Y recuerdo a Vasco Szinetar, un fotógrafo venezolano, que se ha dedicado a autorretratarse, cuando en una entrevista me dijo que la cámara no es importante, que tiene que disolverse para que sea el ojo el que entre en contacto con el mundo. Así he ido descubriendo la magia de la fotografía: apoderarme de las pequeñas soledades de las que está hecha la vida, soledades de las que habla Roland Barthes en ese libro de almohada: La cámara lúcida.

Así llego hasta mis libros, los que están a punto de romper la tabla superior de la biblioteca familiar, que ya no soporta el peso. Los libros que se tragan gran parte de mi salario, pues, como el peor de los vicios, es imposible ya pasar de largo por una vitrina de librería o no visitar a don Hernán Salamanca, un librero de viejo que se convierte en el mejor cómplice de sus clientes. Entre esas, yo. Cada que lo visito en su local, ejemplares de Kawabata o Mishima, libros de periodismo, Sandor Marai o algo de Poe o Sade se escapan de su estantería para venir a ocupar la mía.

Tal importancia han tenido los libros, que el periodismo se me incrustó debajo de la piel cuando leí a Germán Castro Caycedo hablando de la amargura de un país de extremo a extremo. Tenía 10 años cuando leí Colombia amarga y entonces entendí que quería ser periodista.

En un gesto caprichoso, comencé a estudiar derecho, entendiendo siempre que no había nacido para eso. Y de Montesquieu y Rosseau me fui trasladando a Capote, Talesse y Wolfe. Sólo un bloque me separaba de mi sueño y era menester para mí cruzar ese largo corredor. Poco a poco avancé en baldosas y me quedé por cinco años en la una facultad de comunicaciones.

Como la mayoría, quería ser escritora, contadora de historias, “darle voz a los que no la tienen”, bella y utópica frase de periodistas apasionados. En ese empeño me mantuve, pero mutando de pieles mediáticas. Del deseo de escribir y tras descubrir una cualidad para hablar, me incliné hacia la radio cultural; es una caja de sonoridades que afecta el oído y debe extender esas sensaciones a los demás sentidos.

Y en medio del gusto por la radio, construido en años de escucharla y producirla, renació el deseo por la escritura, gracias a un afortunado ofrecimiento que me llevó a trabajar en un desaparecido periódico de Medellín que por 15 años se sostuvo como medio independiente; un periódico que habló ‘durito’, como decimos por acá, hasta sus últimos días de vida, días que viví con el desasosiego de un periodista que pierde su empleo y de un ciudadano al que le clausuran un medio.

Mi panorama de la prensa escrita local estaba cerrado, pues no me declaro amante del periodismo de diario, noticioso, mediático. Explorando otros horizontes estoy entonces en la vida digital, el periodismo en nuevos formatos, un mundo de portales, podcast, blogs y virtualidad.

Frente a una pantalla estoy yo: una mujer testaruda, obsesiva hasta el límite con su trabajo, sensible con la vida que todos los días se pasa frente a sus ojos, un poco más complicada de lo necesario, que se atiborra de lecturas para escribir un sencillo perfil sobre sí misma y que sufre por los límites de caracteres, porque empieza a mutilar palabras dejando sólo las que son útiles.