8.12.2009

El bus

Primera versión de la segunda tarea. Para efectos académicos, tengo ahora la obligación de editarme y dejar un texto de 3000 caracteres. Pero para efectos personales, acá va el relato completo.
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Con dificultad, la señora de falda verde y blusa de flores sube las dos escalas, pasa la registradora, se molesta un poco porque no encuentra las monedas para completar el pasaje, toma asiento, saca la monedera, toma los trescientos pesos y se los entrega al conductor. Mientras eso sucedía, ya la buseta había parado un par de veces más. El señor de la esquina lleva una tula de la que se desprende el olor de su almuerzo; el pasaje completo lo lleva en la mano y rápidamente lo entrega y pasa la registradora, camina hasta el último asiento y va dejando en el aire, tras él, el rastro de las papas y la carne recién cocinada. El otro fue un joven de cabello ondulado, que seguramente dejará el autobús en la universidad, morral al hombro y una carpeta de cartón. Más adelante, en la cuarta parada, recoge una joven que además de su cartera, lleva en la mano una bolsa de papel, como de almacén de ropa; pantalón, tacones y camisa de botones, cabello cepillado y maquillaje notorio. Para ese momento ya todos los puestos tienen ocupante y ella es la primera viajera que irá de pie hasta su destino que, como el de casi todos, es el centro de la ciudad, al que llegará después de unos 40 minutos de recorrido, si no hay congestión en la autopista.

Al bus ya no le permiten decoraciones personalizadas. Quedaron atrás los tiempos de vírgenes y santos, calcomanías de Bart Simpson y de mensajes maliciosos, de fotografías de la novia, la esposa o los hijos, que así lucían los buses hace algunos años.

En el bus suena música a alto volumen, muy alto. El joven universitario, por ejemplo, no logra escuchar solo la música de su reproductor, así le suba él también todo el volumen, porque su música de Radiohead se confunde con el vallenato, a veces, otras, la mayoría, con guascas y rancheras que el conductor deja sonar desde su pasacintas, y como en cantina, los altoparlantes son cuatro o seis y se dividen a lo largo del bus, haciendo que la música retumbe en cada asiento.

Sobre las cabezas de dos de los viajeros cuelgan pantallas que emiten pedazos de la programación de un par de canales nacionales, fragmentos desasociados mezclados con largos comerciales de cinco productos, entonces las imágenes que pasan por esas pantallas se repiten una vez y otra y otra, hasta el final del viaje. Para complementar el ambiente, ese sonido se mezcla con la música o las noticias o el programa de variedades de la radio del conductor.

Mal contadas, 23 personas están de pie, se sostienen de los tubos, se recuestan en las puertas, es difícil ahora para aquel que timbró, bajarse del vehículo, porque “la registradora no devuelve, manito, la salida es por la de atrás”. Y ese viaje desde el puesto delantero hasta la puerta trasera del bus, se hace larga para él e incómoda para los demás, que se ven atropellados y se abalanzan sobre los que están sentados intentando abrir paso para él.


El destino está próximo. Muchos se han bajado pero otros tantos han subido. El bus no parece estar más vacío que hace 30 minutos. Siguen de pie, apretujados, recostados el uno sobre el otro, cuidando sus pertenencias. Una de las paradas principales: la universidad, el bus queda con pocas personas de pie. Todos los asientos ocupados, todavía.

Un par de argentinos, reconocibles por su acento, le piden al conductor que les permita cantar. Se suben. Llevan una guitarra pintada con arabescos verdes brillantes, ambos visten pantalón, saco, tenis y corbata de colores; saludan y cantan, cuentan su historia, mochileros, vienen desde hace un año por toda Suramérica, no se quieren ir de Colombia, ojalá encontraran novia acá, qué bello país, qué linda gente. Un par de chistes, risas generales, otra canción, aplausos, la despedida. Federico, que así se llama el de los ojos claros, pasa por los puestos con un sombrerito de lana recogiendo las contribuciones. Horacio, el más simpático se despide y agradece.

El timbre suena, pero allí no se pueden abrir las puertas. El semáforo cambia de rojo a verde y el bus gira a la izquierda. El viaje está a punto de finalizar, allí está el “paradero”, la terminal. Un despachador espera para marcar la hora de llegada. El vehículo se detiene, todos se levantan y descienden, por la de atrás.

1 comentario:

Laura Giraldo dijo...

Se me hace muy muy conocido este relato...lo pude sentir nuevamente.

Gracias. Un abrazo