Fragmento del afiche Día de las Escritoras 2016. Faloys Bertrand. |
Hace algunos días organicé mi biblioteca. Me había hecho el
propósito, meses atrás, de disponer una estantería solo para las mujeres
escritoras, quería abrirles un espacio especial, a la vista de las miradas
curiosas que entran a la sala de mi casa y observan los lomos de los libros.
Comencé a separarlas: Marguerite Yourcenar, Irene Nemirovski, Piedad Bonnett,
Marcela Serrano, Ana María Matute, Rosa Montero, Wislawa Szymborska, Amélie
Nothomb… y así las fui disponiendo, una a una, nombre a nombre. Y cuál fue mi
sorpresa, mi decepcionante sorpresa, cuando terminé de organizar los libros de
literatura y periodismo escritos por mujeres y alcancé a llenar una sola repisa
de una de las bibliotecas de mi casa.
A partir del debate nacional que suscitó la ausencia de
escritoras invitadas al evento académico en París en noviembre del 2017, hice
un recuento por mi recorrido personal con las mujeres y la literatura, que
comenzó por las que había leído en la infancia y en la adolescencia y culminó
con la organización de mi biblioteca. Tras tres décadas de vida lectora, es
evidente el lugar relegado de las mujeres escritoras, su ausencia e
invisibilidad, los pocos nombres que reconocí en la infancia y las pocas
lecturas con acento femenino que llegaron a mí a través de las aulas y las
clases de español.
Recordé un muy grato curso de literatura latinoamericana en
la universidad, con cuatro grandes nombres masculinos: Roberto Bolaño, Julio
Cortázar, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Todos maravillosos. ¡Pero
en el único curso de literatura que vi estudiando comunicación social no leí a
una sola mujer! También pasé por la clase de periodismo y literatura: Capote,
Tom Wolfe, Gay Talesse, Hunter Thompson.
¡Y Oriana Fallacci! Bendita entre los hombres, como suelen decir.
Y en el colegio, pues qué decir: el "pedagógico" Carlos
Cuauhtemoc Sánchez, Jorge Isaacs, Juan Rulfo, Benito Pérez Galdós, Manuel Mejía
Vallejo, García Márquez —cómo no—, resúmenes o fragmentos de los poemas de
Homero, Pedro Calderón de la Barca, algunas puntas de Shakespeare y uno para mí
inolvidable: José Luis Martín Vigil. No, tampoco acuden a mis recuerdos voces
literarias femeninas. ¿En serio será que no leí a ninguna? ¿No me gustaron y
las olvidé? ¿La profesora (siempre tuve una profesora de español) no les dio la
fuerza suficiente como para que permanecieran en mi memoria? Por ahí en la
adolescencia se coló Ángela Botero López con sus líneas poéticas que unos años
después encontré obvias y cursis. Más atrás, en la infancia, Rafael Pombo y Jairo
Aníbal Niño fueron las letras que me acompañaron a emprender el camino de la
lectura. Y mi mamá, la mujer que con letras de imán pegados en la nevera me
enseñó a leer.
He participado de clubes de lectura en los que las
escritoras no sobresalen; ni son las autoras de los grandes clásicos, ni son
las más promovidas por los ministerios de cultura, ni son las más promocionadas
por los sellos editoriales, ni son, por supuesto, las más reconocidas, las que
nos llegan a la mente cuando de hacer un listado o una selección se trata. He
leído antologías de cuentos hermosos en las que la presencia de letras
femeninas es mínima o nula. ¡Pero luego hay gritos en el cielo cuando hay una
antología sólo de mujeres! Que tan excluyentes, que eso es discriminación, que
así no se ayuda a la inclusión.
A la primera mujer que recuerdo haber leído fue Yourcenar. Fuegos. Lo conocí gracias a un tío que
la tenía en su biblioteca, tenía unos 15 ó 16 años y quizás me llamó la
atención que hablara de Antígona, obra que había visto en el colegio,
presentada por las estudiantes de décimo. De ahí en adelante empezaron a
aparecer otros nombres, otras letras, no por las aulas, sino por el azar, por
una recomendación o por alguna tímida referencia: Ana María Matute, Laura
Esquivel, Cristina Peri Rossi, algunos poemas de Piedad Bonnett, Delmira
Agustini, Alfonsina Storni o Gabriela Mistral. Haciendo este recorrido, recordé
que sí leí a Storni o a Mistral en el colegio, y se me instaló entonces la idea
de que las mujeres escribían poesía, los hombres, cuentos y novelas. Con la
vida académica tampoco hubo una gran diferencia. Me fui encontrando con Susan
Sontag, Hannah Arendt y no muchas más. Hasta que empecé a investigar sobre las
mujeres y el miedo y, gratamente, fui descubriendo una cantidad de mujeres brillantes,
con un gran historial investigativo. A ellas les debo muchos de mis intereses
hoy, muchas preguntas y el deseo de profundizar y escribir sobre las mujeres.
Sumando entonces lecturas y ausencias, fue hace unos seis
años que me hice consciente de que mi mundo literario estaba marcado por las
voces masculinas, que en mi historia con la literatura aparecían muy pocas
mujeres y que era momento de empezar a buscarlas. Así que empezaron a aparecer,
sin mucho afán y sin mucho escándalo, iban llegando, iban ocupando un lugar en
mi biblioteca o en mi memoria. Marcela Serrano, Irene Nemirovski, Simone de
Beauvoir, María Teresa Andruetto, Virginia Woolf, Doris Lessing, Emiliy
Dickison, Clarice Lispector, Rosa Montero… Una especial, por la historia
personal que rodea el libro (repetido) que ahora tengo y que leí dos veces, una
tras otra: Olga Merino y Perros que ladran en el sótano.
En diciembre, acosada por la culpa de no saberme ni sentirme
cercana a las mujeres escritoras colombianas y tener en mi memoria sólo a
Piedad Bonnett, algún relato de Carolina Sanín, las periodistas Patricia Nieto
y Ana María Cano, algunos poemas de Meira del Mar y de María Mercedes Carranza
y los recuerdos difusos de Albalucía Ángel con Dos veces Alicia, que desde que
tengo memoria está en mi biblioteca, y Estaba la pájara pinta sentada en el
verde limón, leída a brochazos mientras alfabetizaba en una biblioteca escolar,
decidí acercarme a las que estaban “de moda”. Fui a El Acontista (atendida por
Alejandra) y compré La perra, de Pilar Quintana, Al otro lado del mar, de María
Cristina Restrepo, y Tiempo muerto, de Margarita García Robayo. Porque entonces
hacernos del lado de las escritoras colombianas no es sólo postear nuestro
apoyo cuando un grupo de hombres son elegidos como representantes de la
literatura colombiana; es, fundamentalmente, leerlas, hablar de ellas, escribir
sobre ellas. Pero como la industria tiene sus tiranías, también es necesario
comprarlas, contribuir a su posicionamiento en los ranking de ventas, hacerlas
visibles para que sean invitadas a ferias y eventos literarios, para que sean
exhibidas en las librerías del país, para que los críticos culturales las
lleven a sus páginas, para que, ojalá, los ministerios de educación las
incluyan como lecturas provocadoras para la infancia y la adolescencia.
No tengo la fecha exacta en la que Aurita López escribió
esto, pero como tantas de sus columnas, parece escrita apenas el mes pasado:
“La escritura de mujeres ha recorrido un largo camino de silencio y olvido, pero vive también, ahora, un momento excepcional de rescate y apropiación. Lo que era un cuadro borroso, un retrato incompleto y desvaído se ha ido haciendo visible gracias a la tarea de mujeres que en todo el mundo están dedicadas a recuperar nombres y obra sepultadas por la indiferencia y el desdén”.
Aura López: escritora, lectora, librera. Una vida entre la escritura. |
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