4.29.2008

Plazuela del Periodista. A propósito de su aniversario

Lugar común, sí, cliché, tal vez. Pero cuando uno busca en la biblioteca, aparte de un par de artículos en un periódico local recién desaparecido en los que apenas se menciona, no parece que alguien se hubiese ocupado del Parque del Periodista, un machacado espacio que suele usarse para hablar de tribus urbanas, subculturas, antropología o sociología de ciudad.

Zona de tolerancia, dicen muchos. Los que lo dicen saben que el parque, que no es parque sino plazuela, pues por su tamaño así lo dictamina Planeación Municipal, es el lugar en el que las mujeres se besan entre ellas porque allí ya nadie se asusta, y saben que les venden y se fuman un pucho de marihuana, a menos que llegue la policía a hacer una mediocre ronda controladora. También saben aquellos que en el extremo norte les aguardan sus amados, a la espera de la compañía y el beso que hace tantos años ya se ve sin misterio en estas jardineras.

Pero en aras de esa tolerancia que los de allá promulgan no es posible siquiera que un aficionado tome una foto a eso de las cinco de la tarde. “Prohibidas las fotos”, grita uno de ellos, hay que apagar la cámara, guardarla y mirar con cautela, porque seguro mientras dure esa cerveza te miran ellos con recelo, a la espera de un nuevo flash, con el que te puede ir peor.

Plaza de vicio declarada, el Parque del Periodista es un homenaje a Manuel del Socorro Rodríguez, un bibliotecario que a finales del siglo XIX dio vida a los primeros tabloides con contenido periodístico en Colombia, en otras palabras, se le conoce al hombre como el fundador del periodismo en este país. Por eso el nombre del parque, porque cerca del extremo sur sobrevive un busto desgastado en el que escasamente puede leerse su nombre y razón de ser.

A su alrededor, juegan fuchi y conversan sobre temas superficiales y a veces cargados de ese sinsentido que les proporciona el bareto que lleva ya varias rondas. Ellas se besan, porque en Medellín las mujeres ya empezaron a salir del clóset y aquí bulle en ellas ese deseo de mostrar el amor y el deseo mismo. Ese sonido descompuesto, monofónico, ‘punketo’, ha sonado por años y suena por horas. Se canta, se grita, se susurra, se musita, se toca guitarra, se declama, se ríen, se besan, se traban, se embriagan, se cuidan… todos cuidan su propio pellejo, porque la tolerancia es casi siempre en una sola vía, porque los ladrones también se pasean por el Periodista, hay a veces homofóbicos reprimidos y a la Policía se la ha acusado ya de episodios de brutalidad en este escenario.

Y en medio de las cofradías que allí se reúnen, se han asentado cuatro niños que llegaron en 2004 para acompañar las noches efervescentes y las madrugadas áridas del Parque del Periodista. Son de hierro frío, los esculpió Edgar Gamboa, costaron 180 millones de pesos y son un monumento de desagravio con la comunidad del barrio Villatina, en el que, el 15 de noviembre de 1992, un grupo de policías masacró sin razón ni piedad a ocho niños y un joven, violando cualquier tratado de derechos humanos. Tristemente, desde que sus familias conocieron el monumento, que hace parte de un acuerdo de solución amistosa para subsanar este caso, su rechazo fue inminente. No hay parecido físico, fue un gasto de dinero innecesario y los niños, para sus padres, quedaron mal ubicados, en medio de marihuaneros y vagos.

Ellos, los niños de Villatina, ven el constante pulular de la Plazuela del Periodista, a los que entran a los bares; saben exactamente a qué horas comienza su fiesta cada uno de los moradores de este pedazo de centro. Han escuchado hasta la saciedad el ruido que sale de una vieja grabadora, han oído poesías y monólogos de ‘locos’ oradores que dicen verdades en clave; han observado performances y pequeñas muestras artísticas itinerantes. Saben exactamente quiénes son los que cuidan el lugar y quiénes pagan por que los cuiden.

Y como una más que va y viene por el Periodista y que sin prejuicios a todos se une, está la marihuana, porque en un Medellín marihuanero es justo que exista un punto en el que pueda fumársele sin cautela. El Parque del Periodista da vía libre a una ciudad en la que la marihuana se consume en todas las clases sociales, de todos los precios y en muchas circunstancias. Ese espacio legitima el masificado consumo de la hierba.

Ese pedazo de centro, enmarcado por Girardot y Maracaibo; rodeado de licoreras y bares de salsa, rock y lounge; cercano al único cine independiente de la ciudad, a instituciones educativas y a centros culturales no es oficialmente declarado como zona de tolerancia, como el caso del Barrio Antioquia o de Lovaina que han sido aceptados y reconocidos abiertamente como espacios para la prostitución o el consumo y venta de drogas. Pero al Parque del Periodista –que aunque sea una plazuela así nadie le llama- llegan los que tienen confrontaciones con la norma, con lo estatal: punkeros que alegan anarquía, homosexuales rechazados por la cotidianidad, conversadores reprimidos por el sistema que encuentran allí el espacio para el desahogo y la libertad de expresión. Una cápsula de la realidad que se niega pero que diariamente se exhibe en una esquina del centro de Medellín.

Gracias a Lina Gallo por sus aportes y a Camilo Arboleda por la colaboración.

1 comentario:

Juan David dijo...

Me encontré con esto de pura casualidad pero me gustó bastante. Que buena ¿crónica? Buen estilo y buena información. Saludos