11.25.2011

Revolución en la 13, un territorio que la violencia no vence.

Un sábado me fui con algunos amigos a hacer el Graffitour de la Comuna 13. En la estacion San Javier del metro nos recibieron Jeihhco y el Perro. El primero, MC, líder de la Red Élite Hip Hop, trabajador social empírico; el segundo, joven graffitero de la zona, profe de graffiti, enamorado de las paredes de los barrios de su comuna. Esa mañana estaba bien soleada, yo olvidé usar bloqueador y llevaba una camisa que me dejaba un hombro descubierto, así que la marca de un disparejo bronceado me quedó de recuerdo por un par de semanas.
Caminamos cuatro horas. El primer graffiti era ya una historia: un mural para los recuerdos. Los retratos 'graffitiados' de cinco amigos que se han topado a la muerte abren las puertas de la memoria de la Comuna 13. Una memoria escrita y musicalizada con rap, trazada con aerosoles y expresada con movimientos corporales. Y seguimos caminando y vimos graffitis hermosos y nos dejaron firmar en una pared con una lata de aerosol verde y luego conocimos la cancha de Las Independencias, dónde se hace cada año, desde hace siete, el Festival Revolución Sin Muertos. Y ese Festival es el punto de este post, hoy que le devuelvo vida a este abandonado blog.

Lo que se teje detrás de lo que muchos podrían pensar que es sólo un concierto de rap, una presentación artística, es fuerte y profundo. Revolución Sin Muertos es una ventana a la memoria de la Comuna 13; es la narración histórica de la violencia, la esperanza y la vida; es la expresión de miles de habitantes de este sector de la ciudad que un día decidió decir: Estamos aquí, somos comunidad y “En la 13 la violencia no nos vence”. Por eso existe hoy este reportaje en el que se plantea una mirada al Festival desde el concepto de esfera pública. Era una tarea, sí. Pero lo hice con tanto gusto, que creo que hasta ahora es mi final más disfrutado. Entre otras, en medio de tanta producción académica, fue placentero convertir lo que pudo haber sido un ensayo de 10 páginas, no apto para publicar en un blog, en un reportaje radial de una hora con una mezcla de elementos que suenan, para mi gusto, bastante bien: radio + periodismo + hip hop + memoria + Medellín.

Revolución Sin Muertos - Reportaje by jennygiraldo

7.01.2011

El amor de Luz Elena

Mujer en La Payanca.
A la Negra la conocí hace unos ocho años; dejé de verla hace unos cinco. La última vez que pasé por Brisas pregunté por ella, una prima la reemplazaba y con ella le envié mis saludos. “La amiga de la universidad”, me dijo ella, así me reconocía. La Negra me contó muchas historias de su vida como mesera en bares: hombres que la asediaban, patrones abusivos, mujeres celosas, robos, pandillas, narcos, venganzas. Un abanico de temas que ella, con su testimonio, podía ilustrar.

Luz Elena, el último día que la vi, era una mujer delgada, trigueña, de ojos negros y grandes, cejas depiladas, muy delgadas, extensiones de cabello con trencitas diminutas. Para ser honesta, en este momento, no recuerdo muy bien su rostro. No era negra, era trigueña. Tomaba Clarita y si no había nadie en Brisas, me acompañaba en la mesa y me contaba historias o me preguntaba por las mías. Estaba embarazada, sería su tercer hijo. El padre, un negro que desde hacía unos meses “le estaba cayendo”, le llevaba regalos, la invitaba a salir y la visitaba en el bar.

De todas las historias que Luz Elena me contó, fue la historia de su amor la que más me impactó. Javier, que está muerto, fue el hombre que amó, que lloró y por el que enloqueció. La historia de su muerte es la que relato a continuación.

A Javier lo perseguía su ex novia. Y esa noche, como muchas, al bar en que trabajaba Luz Elena llegó a buscarlo. Ella se fue molesta, pero luego decidió llamarlo, un tío respondió y le dijo que no estaba. Ella, por supuesto, se molestó mucho más, pues intuyó que estaba donde la ex novia, que allá pasaría la noche, que le estaba “poniendo los cachos”. Lloró hasta dormirse. La tarde siguiente regresó a trabajar. Y allí llegó Javier, sin sospechar la ira que a Luz Elena invadía. Intentó acercarse, pero ella no se lo permitió. Lo esquivó toda la noche. Sólo le dirigió la palabra para decirle que odiaba ese pantalón, que no lo debería usar nunca.

A Javier le habían dado un tiro un tiempo atrás. Una bala perdida, según recuerdo. La bala le atravesó la pierna y dejó su marca en el pantalón blanco que llevaba puesto ese día, el pantalón que Luz Elena odiaba. Mujer supersticiosa, creía que esa prenda llevaba con ella una señal de muerte, ese remiendo que se dejaba ver generaba en Luz Elena malestar, temor. Y eso fue lo único que pronunció esa noche.

Pasada ya la hora del final de jornada, Javier seguía allí, esperando la salida de Luz Elena, esperando un momento para hablar, para decirle que su ex novia lo dejaría de molestar, para decirle que estaba dispuesto a compartir su vida con ella. Pero ella no lo quiso escuchar. La voz de su tío anunciando que no se encontraba en casa, la idea de esa noche que pasaron juntos la bloqueaban para escuchar.

Luz Elena dejó el bar. Él la agarró por el brazo. Ella se soltó y cruzó la calle, corriendo. Él la siguió. Luz Elena escuchó el sonido prolongado del pito de un carro, el chillido de las llantas. Se volvió y Javier estaba unos veinte metros más adelante, tendido en el suelo. Ella sólo veía el pantalón blanco, el que estaba marcado por una bala, el pantalón en el que ella veía la muerte.

Dice Luz Elena que después de esa imagen, recuerda ya el ambiente del hospital, una de sus compañeras de trabajo la consolaba mientras ella lloraba por la muerte de Javier. Una sensación de desespero, de impotencia, un dolor que le costaba describir, pero que revivía con esas  palabras, que contaba ya con calma pero que salían con culpa. “Yo lo maté”, pensó muchas veces. Seguía creyendo que si lo hubiese escuchado, que si se hubiese detenido, otra sería la historia, y sería una historia en la que estarían juntos.

En el velorio, se acercó a Luz Elena el tío, el que esa noche le dijo que Javier no estaba. Y le contó una verdad que se revolcaría el resto de la vida en la memoria de Luz Elena, que afilaría la culpa. Cuando ella llamó, el tío recién había llegado a la casa, la puerta del cuarto de Javier estaba cerrada, la luz apagada. El tío concluyó que Javier no estaba, pero él llevaba ya un par de horas dormido. Para eso la buscaba, para decirle que no había pasado la noche con su ex novia, que su tío había pensado que no se encontraba, pero que se había equivocado. Esa verdad incrementó la culpa, aumentó el dolor, enloqueció a Luz Elena. Al entierro de Javier le sucedieron años de licor, de drogas, de abandono. Años de culpa, de ira e intenso dolor.

La última vez que hablé con la Negra, Javier seguía siendo su recuerdo más doloroso. La noche de la muerte de su amor seguía intacta en su memoria; la narraba de tal manera que yo lograba ver esa escena: el pantalón blanco, el chillido de las llantas, la sangre, el hospital, el llanto. No sé nada de su vida desde entonces. Es muy probable que la culpa a veces le hable y por momentos enloquezca de nuevo. Y es muy probable que, a pesar de los años, Javier siga siendo su gran historia de amor.

5.26.2011

Una ciudad, dos ciudades, tres ciudades…

Aranjuez, Comuna 4.
Escribiré corto, para no cansarme y volver a hacerlo cuanto antes. Porque quiero hacerlo cuanto antes, porque me gusta escribir, y me gusta que esos que llegan y leen, pues lean. De lo contrario, este ejercicio no tendría sentido. Esto no es un diario privado.

Temas para escribir, muchos: la demanda de mi vecina, la pelea con los políticos, las frustraciones de un partido, lo divertido y retador que me ha resultado ser profesora universitaria, los cambios de la radio con las nuevas tecnologías, el recorrido que hice ayer con Perla, Caicedo y sus sesenta años y el agite que me sigue provocando leer ¡Que viva la música!, las noches de teatro, el Foro de Cultura, en fin. Los temas no faltan.

Y cuando empiezo, me pregunto: ¿y esto qué tiene que ver con la intemperie? Y entonces renuncio a escribir. Pero ayer salí a la calle con un propósito: volver a ver las historias que se cuentan con los muros. Esto lo había hecho hace varios años, fotos como la de Pablo Escobar y la de esa calavera que hoy sobrevive en otro muro, son el testimonio que me quedó en Flickr, porque el backup de mi equipo desapareció.

Se trataba de contar lo visto, en compañía de la periodista de un medio local (además, gran amiga), a través de Twitter. Es una experiencia periodística divertida, me gustó hacerlo. Me invitó ella, dizque porque conozco un poco el tema, pero me corchó con varias preguntas: ¿qué dice la Alcaldía de esto?, por ejemplo. No tengo idea. Me invitó dizque porque conozco la ciudad y soy amante de las calles.

Para conocer todas las ciudades que contiene Medellín en su mapa necesitaré más vidas que siete gatos, porque sigo descubriendo todos los días, a través de otros ojos, de otros oídos, de muchos otros sentires, otras ciudades que ni siquiera imagino.

Amante de las calles, en todos los sentidos y con todos los sentidos. Callejera por naturaleza y de nacimiento. Andariega como me enseñaron. Rebuscadora del aliento que exhala cada esquina, diferente en cada hora del día. Ya he contado quizás que mi papá me llevaba al centro a mostrarme las calles y a enseñarme sus nombres y es un conocimiento del que hoy me enorgullezco, porque aunque no sé ni para dónde voy con este texto, sé dónde estoy parada, sé que Medellín me es ajena y que aunque el mundo no se acaba en los límites con Envigado, Sabaneta o Bello, sé que esta ciudad es un mundo, uno de muchos, un mundo que intento conocer a través de esas calles de las que, dice el periódico de hoy, soy amante. 

1.20.2011

Escuchar el barrio

Por estos días es ya un año de vivir en el nuevo barrio. No tan nuevo para nosotros, pues desde que recuerdo, es aquí, justo en el segundo piso, donde visitamos a mis abuelos. Y es en esta casa donde vivieron mis primas hasta su adolescencia y donde yo pasé muchos fines de semana y días de vacaciones. Sin embargo, del barrio no sabía mucho. Y lo poco que hoy conozco de esta cuadra se ha configurado a través de los sonidos que percibo.

Supongo que lo que sucede en Guayabal no se diferencia mucho de las dinámicas sonoras de la mayoría de barrios de Medellín, al menos de estrato 4 hacia abajo y por fuera de los edificios y unidades cerradas: construcciones, vendedores ambulantes, rumores, niños, partidos de fútbol y vehículos que hacen temblar las puertas con su paso por calles viejas y agrietadas.

Entre los constantes están el carro del vecino, un motor ruidoso que debe calentarse minutos antes de comenzar la jornada; el vendedor de frutas, que me sorprendió cuando descubrí que era una vendedora; los gritos de una vecina, la misma; esos, diría yo, son los sonidos que día a día trazan el paisaje sonoro de la cuadra en la que vivo. Y la música. comunes son la salsa romántica (música insulsa, molesta, empalagosa, chillona) cuyo volumen me despierta; el reguetón (dónde no), la 'música de planchar' y a veces los vallenatos.

¡Ay, la música! Ese ha sido el principal enemigo del silencio, del buen sueño, de la concentración. Aunque es injusto decir que ha sido la música. Ha sido el volumen que puede explotar un martes, un jueves o un sábado. Que puede explotar a la 1 de la mañana, cuando ya el barrio, excepto ellos, está dormido.

Y detrás de la música y de los sonidos cotidianos, están los personajes que los producen. Las caras que no he visto pero que imagino. El vendedor de limones: “docena de limones a mil”; el señor del negocio misceláneo: “estuches para el control remoto, cortaúñas, encendedores para estufa de gas”; el vendedor de morcilla, que pasa los fines de semana ofreciéndola para el desayuno y una aparentemente nueva: “forros para lavadora” parecía cantar una mujer, y su voceo, en principio, sonó como el canto de las mujeres negras, como un alabao.

Claudia vive en la casa del frente y hace empanadas en la tienda del lado de mi casa. Habla duro. Grita. Cuando está en su casa le grita a los de la tienda; cuando está en la tienda, le grita a los de su casa. Fue ella una de las partícipes del diálogo que tanta risa me causó:

- ¿Tenés una bomba de esas para ‘destaquiar’?
- Nada, la que me la prestaba era Adriana (nombre modificado porque no pude escucharlo bien)
- Ah, ella era la que me la prestaba a mí también…
- Nos quedamos sin bomba. Estamos embalados.

También fue Claudia la protagonista de la historia de aquel muchacho que salió para un partido de fútbol en el mes de octubre y que no regresó esa noche, pues hubo disturbios y andaba indocumentado. De eso me enteré en una noche de estudio, de esas en las que hay que seguir derecho para alcanzar a enviar un parcial antes de salir para el trabajo y que en esa oportunidad se vio perturbada por la crisis de la vecina y el muchacho que no aparecía.

El día en este barrio transcurre tranquilo, incidentes como los de esta semana son extraños: alguien se robó un celular, lo persiguieron, lo aporrearon, los vecinos salieron, llegó la policía. Eso es un suceso extraño. No es como era hace 20 años, cuando alias Chirusa, un mando medio del cartel de Medellín, llamado Fabián Tamayo, vivía diagonal a la que hoy es mi casa. Ya son varios los taxistas que me han contado que por aquí ni se podía pasar, que la zona estaba controlada, que los hombres armados (bien armados) eran paisaje. Historias macabras existen, pero son ya rumores, “mitos urbanos”, sonidos viejos que para mi fin, hoy no vienen al caso.

Repito entonces que el día en el que comencé a escribir, el día en el que estoy terminando, cada día, en este barrio, transcurre en relativa calma: un reguetón a lo lejos, un vendedor ambulante cada hora, diálogos y palabras que se entrecruzan de un balcón a otro, un carro, un partido de fútbol semanal, niños jugando. La cotidianidad de la vida del barrio que se oye, que se comprende también por la manera en qué suena.