
Pero a pesar de la incertidumbre que generan esos hechos, Mario Mendoza, escritor bogotano, echó mano de la sobrecarga de información que produjo la masacre de Pozzetto y escribió una novela. Años más tarde, y basado en esa pieza literaria, el caleño Andrés Baiz dirigió la cinta homónima: Satanás. Una muestra de que el cine colombiano sigue escalando y que cada día y con más pruebas podemos ver y hablar de producciones de buena factura y cuidadosamente desarrolladas.
Pero la historia de Satanás no es sólo la historia de Campo Elías, que bien podría ser la encarnación de ese mítico ángel convertido en demonio. Satanás es la fuerza del mal que habita en los seres humanos y que se apodera con vigor de los personajes de esta película haciendo, por ejemplo, que una mujer decida incursionar en negocios ilícitos con la esperanza de ascender en la escala social; o que un sacerdote golpee vehementemente a un mendigo porque ya no puede cargar con tanta miseria; o que dos hombres quebranten el honor de una mujer perpetrando en ella una brutal violación.
Bogotá se nos revela como una ciudad desolada, de odios y amarguras, aterradora, de posguerra. Y uno de los grandes valores de Satanás es la universalidad de la historia, pues la marca colombiana no la da el típico sicario de barrio ni el calor de las playas ni el mafioso ni la puta. El sello colombiano lo impone el mal, pero éste no vive sólo en el país del sagrado corazón, de la carne y los huesos milagrosos, de las vírgenes que se aparecen en muros y en tazas de chocolate, de los paramilitares y los guerrilleros. El mal ronda por el mundo, por todos los países –jóvenes y viejos–, a todos por igual nos corresponde una gota del mal que envuelve el planeta. Por eso Satanás comienza a marcar una diferencia en el cine colombiano, porque ha comenzado a hablar en el lenguaje de la humanidad entera.
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