
Zona de tolerancia, dicen muchos. Los que lo dicen saben que el parque, que no es parque sino plazuela, pues por su tamaño así lo dictamina Planeación Municipal, es el lugar en el que las mujeres se besan entre ellas porque allí ya nadie se asusta, y saben que les venden y se fuman un pucho de marihuana, a menos que llegue la policía a hacer una mediocre ronda controladora. También saben aquellos que en el extremo norte les aguardan sus amados, a la espera de la compañía y el beso que hace tantos años ya se ve sin misterio en estas jardineras.
Pero en aras de esa tolerancia que los de allá promulgan no es posible siquiera que un aficionado tome una foto a eso de las cinco de la tarde. “Prohibidas las fotos”, grita uno de ellos, hay que apagar la cámara, guardarla y mirar con cautela, porque seguro mientras dure esa cerveza te miran ellos con recelo, a la espera de un nuevo flash, con el que te puede ir peor.

A su alrededor, juegan fuchi y conversan sobre temas superficiales y a veces cargados de ese sinsentido que les proporciona el bareto que lleva ya varias rondas. Ellas se besan, porque en Medellín las mujeres ya empezaron a salir del clóset y aquí bulle en ellas ese deseo de mostrar el amor y el deseo mismo. Ese sonido descompuesto, monofónico, ‘punketo’, ha sonado por años y suena por horas. Se canta, se grita, se susurra, se musita, se toca guitarra, se declama, se ríen, se besan, se traban, se embriagan, se cuidan… todos cuidan su propio pellejo, porque la tolerancia es casi siempre en una sola vía, porque los ladrones también se pasean por el Periodista, hay a veces homofóbicos reprimidos y a la Policía se la ha acusado ya de episodios de brutalidad en este escenario.
Y en medio de las cofradías que allí se reúnen, se han asentado cuatro niños que llegaron en 2004 para acompañar las noches efervescentes y las madrugadas áridas del Parque del Periodista. Son de hierro frío, los esculpió Edgar Gamboa, costaron 180 millones de pesos y son un monumento de desagravio con la comunidad del barrio Villatina, en el que, el 15 de noviembre de 1992, un grupo de policías masacró sin razón ni piedad a ocho niños y un joven, violando cualquier tratado de derechos humanos.

Ellos, los niños de Villatina, ven el constante pulular de la Plazuela del Periodista, a los que entran a los bares; saben exactamente a qué horas comienza su fiesta cada uno de los moradores de este pedazo de centro. Han escuchado hasta la saciedad el ruido que sale de una vieja grabadora, han oído poesías y monólogos de ‘locos’ oradores que dicen verdades en clave; han observado performances y pequeñas muestras artísticas itinerantes. Saben exactamente quiénes son los que cuidan el lugar y quiénes pagan por que los cuiden.
Y como una más que va y viene por el Periodista y que sin prejuicios a todos se une, está la marihuana, porque en un Medellín marihuanero es justo que exista un punto en el que pueda fumársele sin cautela. El Parque del Periodista da vía libre a una ciudad en la que la marihuana se consume en todas las clases sociales, de todos los precios y en muchas circunstancias. Ese espacio legitima el masificado consumo de la hierba.

Gracias a Lina Gallo por sus aportes y a Camilo Arboleda por la colaboración.